El niño tiene la terneza de un pardal recién caído del nido, demasiado pronto quizás. Y vuela donde le lleva un viento chico, pero lejos, así que cuando baja al suelo lo hace acompañado de otros pardales de su edad. El día que murió su padre, el niño estaba entre los helechos, bajo los robledales, esperando con el pequeño grupo el comienzo del curso. Hay una perplejidad inaudita ahora cuando recuerda ver a su tío atravesar el campo de fútbol de tierra de los grandes, aquel que marcaba los límites entre el edificio y la entrada del pueblo. Porque salió a su encuentro y preguntó absurdamente lo que ya sabía: qué hace usted aquí. Y el tío respondió con la misma naturalidad perpleja hoy que tan solo es un recuerdo: que ya, que ya se murió.
Y es en ese mismo instante donde se borran todos los semblantes de lo que debería haber sido el bello aposento de su infancia, mide con exactitud de una llave antigua que su vida ha durado 11 años. Y lo que viene después, la bruma de la montaña, el dosel eterno de niebla, la carretera sin coches, la portuguesa rubia que la pasea, los amigos que le van naciendo, el chorro del conocimiento, la devoción por un idioma, las guerras que ganó o perdió, los libros, no es vida sino algo que se le parece.
Desde que se trasladaron a la casa grande, el padre no volvió a bajar de su dormitorio, y probablemente, ya no salió de la cama. Por las noches, desde los otros dormitorios, se escuchaba el ruido de su asfixia, la costumbre desesperada de su tos, y de vez en cuando su petición de auxilio cuando arreciaba el ahogo. El niño recuerda que una vez le vio desde el corral asomado a la ventana. De cintura para arriba, en camiseta, la cara sorprendentemente alegre, agitando su mano e intentado llamar la atención de la vecina de al lado. Y al niño esta imagen del padre le parece una deliciosa advertencia: que estoy vivo, celébralo como yo. Fue la última vez que el padre se asomó al mundo para ver cómo era por fuera. Aquellas noches no generaron miedo a la muerte en el niño, sino el mismo pavor a la asfixia que tenía el emperador Adriano. Ese gesto concreto de reclamar el aire para vivir, la cuota imprescindible para seguir aunque sea desde una prisión, es lo que al niño le desasosiega.
El día que tuvo que irse a la sierra de los helechos, subió ya vestido de domingo al dormitorio del padre. Se acercó para despedirse. Y fue el padre, el que sabía que nunca más volvería a ver al hijo, el que antes de morirse daría la vida por un abrazo del niño, quien pronunció las palabras de más amor que el niño recuerda:
-No te acerques mucho, que huelo mal. Dame un beso en la frente y luego te vas, que te espera un viaje muy largo.
El niño no bajó las escaleras llorando, fue como si ese cuidado del padre le hubiese cubierto de invierno.
"No me digas que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño, que se te han caído los dientes, que ya no puedes con tus pobres remos hinchados, deformados por el veneno del reuma. No importa, madre, no importa. Tú eres siempre joven." A la madre no le gustaban estos versos de Dámaso Alonso.
Primero porque se había visto en ellos demasiado temprano. Y luego porque ella era más de novela y teatro, voraz lectora que le daban las tantas a luz tísica de aquella bombillita de la cocina, mientras todos dormían.
Hubo mucho silencio en la vida de la madre. Cuando el padre empezó a morirse durante meses, no paró de bajar y subir las escaleras de la casa familiar para estar con él, para que el resto del tiempo que le quedaba no estuviese solo. Nunca se quejó. Y parece mentira que aguantase el trajín de subir y bajar tantas veces la angustia de los dos. Solamente, casi al final, habló por él:
- Qué ansia. Qué ansia le da irse.
Eso dijo la madre. Y luego se entregó a sus cosas, y subir y bajar las escaleras del padre. Se le habían muerto dos hijos, tendría que acostumbrarse a una muerte más. Y a quedarse sola.
Después de la muerte del padre, ella fue una vez a ver al niño que vivía en la sierra de los helechos. No volvió nunca más a estar con él el día de las familias. Nadie entendió que aquella renuncia a ver al niño fue un acto de amor más. Había comprobado que ella, a los 55 años, era ya la madre que escribe Dámaso Alonso, mientras que las otras eran jóvenes madres de 35 años que exhibían su esplendor. Y quiso evitarle al niño las consecuencias del día después, cuando los otros niños le dirían al suyo con la inmensa crueldad infantil: pero esa era tu madre o tu abuela.
El niño supo más tarde la piedad de las piedras, el tiempo dormido en lo más oscuro para no hacer daño a los cadáveres, la cautividad blanca de los cisnes en los lagos ingleses, las ciudades con hombres, el júbilo tranquilo de sus propios hijos cuando eran chicos escuchando historias de la abuela que dejó atrás a la madre, el jardín con el árbol rodeado de hierba con rosas en los costados y un sólo motivo: los crisantemos para la tumba del padre.
Pero al llegar a la espalda del tiempo, el anciano de ahora vuelve la vista hasta encontrar al niño y confirmar antes de irse que esos dos gestos con las renuncias del padre y de la madre fueron los actos más grandes de amor que conoció en su historia. Y entonces supo que no había vivido en vano.
En el arde de su vida tuvo una sangre salvaje, la espesa nieve de las traiciones sobre su rostro, muchos adioses deshabitados y ningún olvido, palabras piratas que nunca deben decirse en voz alta, novias que iban para profesoras de música, cigarras hembra sonándole mientras pasaban las tardes sobre la hierba joven, y siempre alguna avispa en el corazón. Pero nunca el sabor bárbaro de esos gestos del padre y de la madre.
Pasados los años llegó la gran sequía que acabó con la vida de los pardales. Con la suya también.
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