Me decía un curioso que el reloj de la torre parece ser el ojo izquierdo de la torre; yo le dije que no exagerara tanto, pues el reloj de la torre estaba demasiado pegado a la cresta del tejado para ser un ojo, que aquello era un reloj puesto adrede para ordenar y decir a la gente lo que tenía que hacer en cada instante: cuando tenía que levantarse y acostarse; cuando tenía que echar el ganado y encender la lumbre; cuando había que uncir la yunta o cargar las sacas de lana; cuando se tenía que rezar y alzar la gorra para el ángelus; cuando teníamos que ir los niños a la escuela o a la catequesis; echar la partida de cartas y cuando se debía ir a ver la novia?Vamos que el reloj marcaba los tiempos de la vida toda del pueblo. Y todos éramos fieles y sumisos al reloj, porque el reloj siempre tenía razón; el reloj mandaba mucho más que el alcalde y el cura, porque era el administrador del tiempo, y, sobre el tiempo, no mandaba nadie más que el reloj y sus destinos. El reloj era como la fe, la luz que guía nuestras almas y nuestras tareas diarias. El sereno, entonces, era su eco fiel.
Hoy también hay un reloj en la espadaña del Ayuntamiento, pero este artilugio no tiene ni mucho menos la autoridad, que tenía el que permanece empañado por el óxido del tiempo en la torre; ese reloj, que podía ser el senador del pueblo, el consejero de los que mandan y de los que obedecen, ha quedado ahí olvidado y sin "miramientos", como le ha ocurrido a muchas cosas que se destiñen en un rincón del sobrao o se diluyen, por el desuso, en la saliva de la intemperie.
Ahí permanece como un testigo de lo antiguo, como un residuo de lo que fue una época floreciente del pueblo; cuando este lucía ingenio y prestancia en sus correrías por el mundo en busca de su pan, revestido con la blusa de tratante, con el mono del lanero, con la manta y el legón de obrero y con el trapo y la albarca de labrador? y por qué no decirlo, de quienes decidieron vestir la sotana y la toca de convento, y de quienes tomaron la aventura de salir en busca de futuros dentro la oscuridad de lo desconocido (aguas allá). Y de todo esto fue testigo el reloj de la torre, hoy callado y ensimismado en el lamento.
Yo no sé por qué, pero las cosas empezaron a cambiar, desde que el reloj de la torre se paró a las dos menos veinticinco, no sé si de la noche o del día. Es lo mismo.
Desde ese día, hay menos bautizos y más entierros; desde ese día, los tratantes y los laneros se fueron diluyendo y enredando en otras cosas; los obreros se hicieron emigrantes; los labradores colgaron el arado y la barcina y se mecanizaron, y los sobrantes también probaron otros andurriales más provechosos; la torre, también, empezó a echar de menos el flamear de la bandera blanca del misacantano?
¿Por qué será? El reloj de la torre tampoco lo sabe. Quizás el pueblo también se esté parando, lentamente, a las dos menos veinticinco, no sé si de la noche o del día.
¿Dónde estará el relojero?
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