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Felicidad
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Felicidad

Actualizado 02/01/2021
Ángel González Quesada

Tal vez sea preciso deletrear la palabra felicidad, saborear el sentido de su respiración y el dulce crepitar de sus letras, antes de que su asfixia, su irse muriendo, su lejano horizonte de la efe a la de, se convierta en el impío sueño de lo vacío, en un crepúsculo sin fin, en una doliente utopía: felicidad.

Desde este mundo lento que nos hiere y nos mata, donde huyó la belleza que se ahogó con la risa, es preciso decirle al mudo calendario que hoy nos miente las fechas cual si fuera otro mundo, que hay un punto brillante en el fondo del vaso, en el hoy, en la fecha y la lluvia, que a pesar de la muerte que circunda las manos y la vil decepción de los besos no dados, condenados estamos a seguir siendo vivos moribundos, imbatibles guerreros, mendigos alegres, o quizá a ser los niños que aprendían alfabetos con las letras sangrantes de estupor compartido, o volvernos ancianos como aquellos espectros que ayer no más desdeñábamos en el rincón del tedio, y hoy de nuevo decimos llorar por cumplir con los ritos de la lágrima primera que les debíamos hace ya muchas lunas: fe-li-ci-dad.

Hay semanas y meses, devociones y citas, santos, ritos y fechas, que intentamos que nombren la belleza pasada, el oleaje más dulce del recuerdo, que nos digan espacios de miradas perfectas, carcajadas y juegos, desfiles y colores, trompetas de alegría, de cuando éramos vivos enfrentados a nada y era labor del tiempo lo que el tiempo nos daba. Hoy el viento y el tiempo son propicios a darnos algodones de olvido, nubecillas pequeñas que llueven desconsuelo y heridas en el centro del recuerdo, propicios a nacer cada aurora en las sienes, sin locura y dementes, esperando el milagro de la vuelta de todo, un reloj o una cifra que nos mienta que aquello sucedió en el pasado y la sombra de muerte sea recuerdo olvidable, nublado, prescindible y barato. Repetimos lugares, fórmulas, costumbres, hábitos y deseos, cual si haciéndolo fuera posible que volviera la vida que pronunciaban, la calma que decían, la indiferencia que los dictaba. Sin embargo la deuda de la vida perdida ha acabado por entrar en los ojos, dibujar nuestras sienes, racionar la sonrisa y borrar cordilleras de proyectos y estatuas; y hay promesas, abrazos, besos, gestos, caricias que ya nunca daremos y ternuras marchitas, calcinados mañanas que quizá en otras lunas nos recuerden quién fuimos, qué perdimos y en qué esquina: f-e-l-i-c-i-d-a-d.

Dijimos una cifra, dos mil veinte, pronunciamos que marzo y sumábamos días con ataúdes, dibujos, impaciencia, egoísmo, y queremos con el solo desdén de negar todo aquello olvidar de repente, inventando de nuevo la costumbre primera de conjurar con cifras la realidad que sangra con nosotros. ¿Podremos entendernos si jamás nos nombramos? ¿Será real la esperanza o solo otra postura con que burlar el miedo? ¿De verdad es un afán el deseo de primavera? Lo real de la tristeza es su poso yacente de la culpa sin culpa, de la jaula que hicimos para negar sus puertas, haciendo gala y nombre del orgullo primero de sabernos distintos. Mas pues nunca lo fuimos, todavía huimos del espejo que tortura la tarde con la imagen perfecta de lo que no supimos que moraba en el alma de nuestra indolencia. Nunca fuimos, sabemos, ni reflejo lejano de aquello que fingimos ser. Mucho antes de la muerte y su festín goloso, ya en el cráter del tiempo éramos saltimbanquis, patéticos, soberbios, indolentes y necios. Tristes. Y la noche disfrazada de muerte asfixió cada pirueta loca del ridículo nombre que nos dimos, y el gigantesco yo que pintábamos en el rostro ajeno siempre, las máscaras, los gestos, la risa en la pantalla, lo amargo de no vernos, no pudieron vestirnos de nosotros, ni la mano tendida hizo mella en la parca, y así desdibujados fuimos, mucho más ciegos, al matadero. ¿Nos besará en la boca la esperanza?: f e l i c i d a d.

Muertes con nombre propio, sin ataúd ni plegaria; muertes números, cifras, porcentajes, contagios; curvas, tendencias, claves. ¿Quién nos dirá algo bello que caliente el helado corazón de los desprecios, sin que sea una mentira, un consuelo barato, una frase impotente, un punto suspensivo? Cada noche maltratan el recuerdo las luces de las tardes hermosas que nos vivieron precisamente en el sitio del corazón . Añoramos fantasmas, lugares imposibles, dichas de cartón. Hoy quizá la palabra felicidad no tenga ni la fuerza ni el beso de un hermoso vestido que nos cubra la inacabable desnudez de la soberbia. Tal vez sea preciso deletrear la palabra felicidad, saborear el sentido de su respiración y el dulce crepitar de sus letras, antes de que su asfixia, su irse muriendo, su lejano horizonte de la efe a la de, se convierta en el impío sueño de lo vacío, en un crepúsculo sin fin, en una doliente utopía: felicidad.

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