Durante unos meses las ciudades pasaron a parecerse a los municipios de las Arribes. El confinamiento domiciliario dejó estampas de calles vacías, parques desiertos, comercios cerrados. A su vez, la gente, desde casa, observó cómo el cielo pasaba progresivamente del gris azulado a un azul celeste, podían oír los pájaros desde sus habitaciones y por la noche, si tenían suerte y la contaminación lumínica no generaba ese efecto cúpula de color naranja, podrían apreciarse más estrellas de las habituales. Durante unos meses, las ciudades pasaron a parecerse a los pueblos más que nunca.
Si bien, en nuestros pueblos, aquel confinamiento apenas supuso un cambio en el paisaje. Quienes hemos vivido o viven en nuestros municipios no se vieron sorprendidos por la estampa de calles sin un alma, el eco de algún coche lejano, el trino incesante de los estorninos y pardales, el maullido nocturno de las gatas en celo o ver los comercios con la trapa echada (en aquellos municipios dónde aún queda alguno). Es el pan de cada día. Aun así, tuvimos que cumplir las mismas restricciones que en las aglomeraciones surgidas de la gentrificación.
Antes de que la COVID vaciara las calles de las ciudades, había calles de miles de municipios que llevan vacías -y olvidadas- durante décadas. Calles y plazas, más y menos recónditas, donde cruzarse con alguien vacila entre lo improbable y lo imposible. Pueblos donde los contagios suponen un porcentaje elevado que hace que la Junta señale en rojo a ese municipio cuando el cómputo total en la población es anecdótico. Y no por falta de importancia de cada persona contagiada, sino porque tristemente, en un municipio como La Redonda, con una supuesta población de 75 habitantes (censados y censadas, según el INE), 10 contagios suponen el 13% de la población total, mientras que, en Valladolid, 10 contagios supondrían el 0,003% de sus gentes. Con el 13% de la población afectada, la incidencia en La Redonda asustaría a los estadistas, quiénes abogarían inmediatamente por el cierre perimetral del municipio e invitarían al confinamiento domiciliario. Sin embargo, esos 10 contagios en Valladolid, el 0.003% de su población, no alarmarían a nadie, por lo que no se tomarían medidas extraordinarias. En este caso, los números hablan bastante poco de las personas. Mientras en La Redonda se tomarían medidas más drásticas que en Valladolid, la interacción social será mucho mayor en la capital de facto de nuestra comunidad autónoma que en el municipio del Abadengo. Y es que los vecinos y vecinas de La Redonda no coincidirían en ningún espacio público cerrado aunque se lo propusieran (como mucho en la iglesia, pero seguro que también han recortado las misas). No hay ni un solo comercio, ni supermercado, ni panadería. El consultorio local solo atiende por teléfono. Asimismo, con 75 supuestos habitantes, si se organizasen, podrían salir a pasear sin cruzarse con nadie. Y aún así, durante el confinamiento, los redondejos y redondejas cumplieron ordenadamente con las medidas impuestas para (y por) la ciudad. Medidas urbanocéntricas para zonas rurales. Pensar las mismas medidas para Madrid, Barcelona, Sevilla o Valencia que para Ahigal de Villarino, Las Uces, San Felices de los Gallegos o Puerto Seguro tiene el mismo sentido que obligar a las y los trabajadores del campo a llevar mascarilla cuando salen ellos con sus ovejas al careo mientras se permite que los metros vayan abarrotados. La ciudad debe continuar mientras le ponemos mascarillas al campo.
De nada vale negar que la forma de relacionarse es diferente en nuestros pueblos que en las ciudades. Tenemos mucho de eso que los politólogos denominamos "capital social": nos conocemos, nos mantenemos más unidos y estamos dispuestos a colaborar mucho más por y para nuestros vecinos y vecinas. Y aún con este mayor apego, las formas de socialización varían: no hay grandes concentraciones de gente, ni al aire libre ni en recintos cerrados; tenemos la suerte de no necesitar transporte público para movernos por nuestro municipio; y podemos pasear por kilómetros y kilómetros manteniendo la distancia que nos dé la gana. Y por primera vez en mucho tiempo, los urbanitas consagrados han empezado a ponerle ojitos a lo rural. He podido comprobar cómo en mi pueblo este verano había habitadas casas que yo daba por ruinosas desde mi infancia. Ahora comienzan a mirar con ojos atractivos al pueblo. A ese idilio libre de contagios víricos. Ese beatus ille sobre el que ya escribían los grandes literatos del Renacimiento.
De ser cierto -y no solo un mero brindis al sol-, y las ventajas del pueblo en tiempos de pandemia producen una vuelta al campo, se esperará como maná. En tierras donde manda el silencio, hemos visto cómo este verano un murmullo ha sustituido al habitual mutismo. No obstante, y aun teniendo que lidiar injustamente con restricciones poco adaptadas a la realidad rural, debemos de sacar algo bueno de todo esto: la salud pública se ha puesto en el centro del debate. Y si ha de ser así, que sea con todo. No podemos ofrecer un estilo de vida fuera de lo gentrificado con unos servicios deficientes. Tenemos que lidiar con las medidas anti-COVID igual que en las grandes ciudades, pero hemos de viajar más de cien kilómetros todos los días si necesitamos radioterapia. Esta demotanasia pasa sin hacer mucho ruido, y mientras en el Congreso se usan como arma arrojadiza las medidas sanitarias, seguimos cumpliendo con políticas urbanocéntricas que lejos queda de nuestra realidad social.
Y, esto, no deja de ser otro abandono más a la tierra tan olvidada.
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