"Siempre buscan la igualdad y la justicia los más débiles, pero los poderosos no se preocupan en absoluto de ello". ARISTÓTELES.
Mientras los exégetas, comentaristas, analistas y teóricos de la cosa pública destripan, trocean, interpretan o explican la intervención de Felipe de Borbón en la televisión el pasado día 24, se acrecienta, lamentablemente, la certeza de que es precisamente esa diversidad de opiniones, esa guerra de titulares, esa unanimidad en la difusión, ese babeo indisimulado y ese servilismo inacabable, ese mal teatro de enfrentamiento político sobre la institución de la monarquía lo que la asienta, remacha, defiende, apoya y protege.
Más allá de la peripecia temporal de lo que una monarquía aporta, roba, impide, siembra o regala a la convivencia en un país democrático (mucho y poco siempre), la discusión partidista sobre la utilidad de una institución cuyo atavismo en el siglo XXI avergüenza el amor propio individual y socava la dignidad colectiva, no hace sino profundizar en la deriva política de la bronca partidista que quiere, por un lado, identificar monarquía con constitucionalismo democrático (un oxímoron) y antimonarquía con republicanismo (una guerra política), creando una ficción de enfrentamiento cuyo contagio a la opinión pública desvía notablemente el objetivo de lo que debería ser el argumento principal: el cuestionamiento moral y ético de la monarquía. Una institución que encarna nada menos que la jefatura del Estado y que más allá del enfrentamiento partidista y la utilidad que presta al vocerío periodístico, es una antigualla vergonzante que despoja de toda autenticidad los conceptos de democracia, libertad, participación política e igualdad.
Sirvan algunas frases, de una obviedad casi ruborizante pero que por poquedad, distracción o, lo que es peor, manipulación, no han logrado ser pronunciadas en los ámbitos educativos donde se forja la capacidad crítica de las personas:
La monarquía es una institución basada en la falsa excelencia y superioridad de unas personas sobre otras, asentada en la propiedad de un país por parte de una casta familiar que vive, medra y lega hereditariamente esa propiedad a su descendencia. La monarquía se ampara en leyes restrictivas para impedir su cuestionamiento social (no solo político) y los obstáculos a su cuestionamiento abaratan, hasta mancharla, la vivencia democrática. La monarquía convierte automáticamente en súbditos a todos y cada uno de los ciudadanos que habitan la posesión (el país entero) que la familia se reparte y en cuyo nombre habla. La monarquía, en su origen, argumenta una legitimidad que no tiene, en las antiguas posesiones conquistadas por la fuerza en enfrentamientos entre familias poseedoras, también por la fuerza (y la ignorancia) de bienes de los que se apropia. La monarquía insulta la libertad porque impide la igualdad. La monarquía no puede tener cabida en una sociedad que se llama democrática, lo que quiere decir que sus dirigentes deberían ser elegidos libremente entre los ciudadanos, lo que no sucede con los miembros de esa inútil institución. La única razón de un reinado es, además del vergonzoso servilismo de los gestores políticos, haber recibido la herencia del anterior rey y así sucesivamente, si retrocedemos en la historia, hasta llegar al origen de la institución, siempre la imposición, la fuerza (a veces una prolongada y criminal dictadura), el desprecio a la igualdad, la marginación y, a veces también, el robo descarado. Los argumentos religiosos que quieren justificar la legitimidad de la monarquía son tan falsos como la autoridad de quien los emite.
Hasta aquí las simples y claras certezas que ojalá pudieran enseñarse en las escuelas. Desde aquí, una escueta reflexión sobre la dignidad y la libertad, un deseo de pensamiento crítico sobre el rechazo al engaño político que está haciendo de este país, en pleno siglo XXI, el reino ?nunca mejor dicho- de la manipulación política del pensamiento. Una reflexión que es una queja que no abomina de la monarquía solo porque coarta la libertad individual y nos convierte en súbditos, sin por la inmoralidad personal que significa aceptar una institución cuya legitimación quiere basarse solo en el tiempo, la tradición y la mentira. Un lamento por la baratura de la política de un país adocenado en el que la lucha por la verdadera democracia se ha convertido en excepción de una actividad parlamentaria roma, servil y, en ocasiones, ridícula. Una búsqueda de la actitud valiente que grite a la cara de la realidad la frustración de un proyecto democrático talado en su origen por las imposiciones franquistas, donde la monarquía fue (es) solo una parte de las grandes renunciaciones que el miedo de décadas, el afán por avanzar y el hambre de libertad, nos hizo aceptar. Y, para enjugar el llanto, la esperanza de que este país pueda un día desprenderse de las pesadas costras de la desigualdad política, de la amoralidad de la imposición, del servilismo partidista y del miedo a la libertad.
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