La pandemia logró el aplazamiento de las elecciones autonómicas de Galicia y el País Vasco en la pasada primavera, celebradas luego el 12 de julio, pero no logró parar las elecciones presidenciales en Estados Unidos, previstas y realizadas el martes 3 de noviembre. A pesar de que en este último territorio los muertos por coronavirus suman los 235.000 y casi 10 millones de contagiados. Ni tan siquiera ha sido la pandemia, aún no controlada, el tema principal del debate político en las elecciones, como tampoco parece que se haya tenido mucho en cuenta la gestión de la misma, por parte de la ciudadanía, a la hora de emitir el voto.
Que se celebren elecciones en tiempos de emergencia sanitaria no es mala señal, si se hacen atendiendo las necesarias medidas de seguridad y si los tiempos democráticos por cumplimiento de plazos así lo indica. Soy de los que piensan que la política es necesaria para resolver los problemas y que cuanto más difíciles sean los tiempos y las emergencias, más necesaria es y más se justifica el ejercicio de la política responsable en beneficio del ciudadano y de la sociedad.
La desafección de la política por una parte importante de los ciudadanos no viene tanto del desinterés por ella, como por la observación de la incapacidad de la clase política para ponerse de acuerdo en la resolución de los problemas que afectan a todos. Y, siendo así ¿Por qué nos interesamos tanto por las elecciones en Estados Unidos?, porque directa o indirectamente, lo que allí pase y el resultado de las mismas nos afecta. Como muestra, ahí está la cooperación al desarrollo internacional a la que Estados Unidos contribuye con el 0,16% de su renta nacional, 35.000 millones de dólares, si bien, con frecuencia aplicada con criterios geopolíticos.
Importan los resultados de las elecciones en Estados Unidos porque, dado el potencial, la proyección y la presencia que aquel país tiene en el mundo, necesariamente se ha de seguir manteniendo relaciones con él y, a tenor de la experiencia de los últimos cuatro años, parece claro que con Donald Trump no es fácil entenderse. Él parece estar por encima del bien y del mal, o, mejor dicho, él se considera el bien y todo lo demás el mal.
Hay que tener en cuenta de que en Estados Unidos el sistema electoral es diferente al nuestro. El voto popular del ciudadano no elige directamente al presidente, tampoco en España, sino a los compromisarios de cada partido en cada Estado. Estos compromisarios, también llamados electores, que suman un total de 538, conforman el Colegio Electoral y para ser presidente un candidato requiere el apoyo de 270 electores.
El escrutinio o conteo de las papeletas en las elecciones de Estados Unidos continúa cuando se escriben estas líneas y, por tanto, todo está aún abierto. Pero parece que las urnas le abren el camino a Joe Biden, el candidato demócrata, hacia la próxima presidencia estadounidense.
Trump, fiel a su forma belicosa de proceder, ya ha puesto en marcha su campaña anunciada de no aceptar los resultados si no les eran favorables. Así, el miércoles se autoproclamó vencedor, aunque todos estábamos viendo que Biden iba por delante en el escrutinio, y pidió que se dejasen de contar los votos que estaban llegando por correo en aquellos estados donde él iba ganando, y que se siguieran contando allí donde iba perdiendo.
Esa petición de parar el escrutinio no solo implica el desprecio del voto emitido legalmente en tiempo y forma y, por tanto, a los ciudadanos que lo emitieron, sino que también es una falta de respeto a la ley electoral que lo regula, rompiendo así todas las reglas institucionales. Y lo hace, aludiendo al fantasma de un fraude en las papeletas, pero sin aportar ningún indicio concreto de dónde o cómo se produce ese hipotético fraude.
En unas horas sabremos el resultado de las elecciones estadounidenses, según las urnas. Pero habrá que esperar mucho tiempo para saber el resultado final, que será sentenciado por la justicia, tras numerosas impugnaciones y largos procesos. Los conservadores, capitaneados por Trump, ya han empezado a poner demandas con la intención y esperanza de que estas lleguen hasta el Tribunal Supremo, donde cuentan con la mayoría de seis votos frente a tres de los demócratas.
El actual presidente de Estados Unidos es pródigo en esas artes. En 30 años de su carrera profesional en el mundo empresarial ha participado o aparecido en los tribunales en 3.500 demandas, una media de 117 demandas por año, una cada tres días. La mayoría de ellas no con la idea de ganarlas, sino la de convertirlas en una maraña insufrible, para que el rival terminara abandonando.
Mientras, las elecciones han puesto de manifiesto la polarización de la sociedad estadounidense en dos mitades difícil de conciliar y entenderse. La posible victoria de Joe Biden, aún no confirmada, no se debe tanto a su carisma ni a que haya levantado pasiones en el electorado, aun cuando haya sido el candidato presidencial más votado de la historia de Estados Unidos. Sea debido a la mayor participación, un 67%, desde hace 120 años cuando en 1900 llegó al 73%. Participación alentada por el entusiasmo de las bases ante la trascendencia de estas elecciones y el voto por correo, estimulado por el coronavirus en aquella gente preocupada por la enfermedad.
En la agenda del nuevo inquilino de la Casa Blanca ha de ocupar un lugar preferente la pandemia, la economía y la reconciliación. Tendrá que lidiar con un Congreso dividido y, si es Biden, con un Senado controlado por los republicanos que le podrán rechazar sus proyectos.
La gobernabilidad de Estados Unidos es de interés general, pero lo más importante para la democracia es saber si los perdedores aceptarán los resultados de las elecciones o si harán insoportable los enfrentamientos y la violencia. Dura prueba para la que se considera la democracia moderna más antigua y potente del mundo.
Les dejo con Nino Bravo y su "América América", de la que Estados Unidos es una parte:
https://www.youtube.com/watch?v=7sUvASlQiAM
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