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El agua que fluye en el rincón teresiano
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Itinerario salmantino XII

El agua que fluye en el rincón teresiano

Actualizado 02/10/2020
José Amador Martín y Charo Alonso

Amable Diego recreó a la Santa de Ávila en bronce sobre una base de granito que, sin embargo, parece amasada amorosamente por las manos de un alfarero

Suena el agua que cae en la fuente que preside la estatua de la Santa. Es la música que se impone al tráfico y al paso apresurado, el sonido constante, callado, de ese fluir que no cesa y que le sirve a las palomas, atentas entre los árboles y los tejados, para saciar la sed de los veranos. Salamanca no es una ciudad de fuentes, pero en ciertos rincones recoletos, la caída del agua nos recuerda nuestra cualidad de río, nuestro tiempo que se remansa tras el salto artificial de la geometría.

Fuente de bordes rectos en la que situar la estatua deliciosamente curvada de Amable Diego. Grabador, pintor, escultor, miembro de una de las más entregadas instituciones, la Diputación de Salamanca, el artista recreó a la Santa de Ávila en bronce sobre una base de granito que, sin embargo, parece amasada amorosamente por las manos de un alfarero. Amable Diego, que tanto sabe de la dureza del granito que corta y apila en sus recreaciones megalíticas de Los Santos, allá muy cerca de la tierra de Mateo Hernández, hizo de la Santa una abstracción de curvas que parecen salidas de los dedos de un forjador del barro, huella sobre la arcilla blanda que evoca la figura y el hábito carmelita de Teresa de Ávila. Sólo su rostro, pleno de dulzura, y su mano, son realistas, el resto, es una onda de abstracción lograda con los dedos que modelan y que imitan los pliegues de su hábito carmelita marrón de capa blanca y de la toca con la que se cubre, barro que es bronce.

Mira la Santa a la casa que fundara tras su primera visita a Salamanca en 1569, casa que luego ocupara la Madre Bonifacia, cuya imagen, obra de la escultora Salud Parada Morollón, mira también a su convento de las Siervas de San José, el rostro dulce y reposado ¿Son ambas santas, de vida andariega y azarosa, presas de la serenidad contemplando eternamente su obra? La santa moderna, hija de hilanderos, sostiene junto a sí una rueca, la santa de Ávila, doctora de la Iglesia, tiene, como en todas sus representaciones, un libro y una pluma, y parece llevar al Espíritu Santo, devenido en paloma, no como una inspiración al oído, sino como un adorno.

Tiene la Santa de Amable Diego un rostro exquisito, una factura suave, maternal, plena de delicadeza. Parece atender a esa paloma evocada por el artista y que en la realidad, ocupa los tejados de su casa y de los árboles que rodean la fuente donde el tiempo se detiene. Son las aves ciudadanas que festonean los tejados para el fotógrafo atento, el vuelo detenido sobre el agua que corre en la fuente ornamental que quisieron ponerle a la Santa en 1981, cuando le dedicaron la Plaza. Un espacio pequeño, delicado, que tiene sin embargo, el encanto del árbol, del banco recogido, del sonido del agua entre los coches. Por eso se detiene Amador Martín a disfrutar de este pequeño jardín secreto, hurtado al cemento y al asfalto, donde ríe el agua su charla de caída, su deliciosa constancia de lo eterno. Y las palomas que sacian su sed a los pies de la Santa, zurean con el Espíritu Santo mientras el cayado de la peripatética escritora parece empujarla hacia su casa donde guardarse, refugiarse, retirarse en el claustro de lo cotidiano de la prisa de la ciudad ruidosa y descreída. Modernidad que se alza mordiendo los bordes que el artista quiso como dedos que presionan el barro de los sueños, cristal, piedra y cemento rodeando el solaz de las palomas. Y la Santa del escultor, rostro sereno, pronunciando su eterno "Solo Dios basta".

José Amador Martín, Charo Alonso

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