Aquella persona era extremadamente limpia. Limpia "como los chorros del oro". Limpia con premeditación y alevosía. A veces, incluso, ¡con nocturnidad! (Y, ante superficies rebeldes, ¡con ensañamiento!).
Además, era exageradamente ecologista. El cuidado del medio ambiente estaba siempre en el número uno de sus prioridades.
Durante unos días iba a recibir la visita de su amiga más querida, lo que le llenaba de ilusión pensando en lo bien que lo iban a pasar. Así que empezó a sacar brillo por doquier, un poco más aquí, otro poco más allá? ¡Quería tenerlo todo perfectamente impecable!
Al llegar y deshacer la maleta, ella, muy cuidadosa con su cabello, (y un poco obsesiva, todo hay que decirlo), se dio cuenta de que se había olvidado su champú habitual, ese que dejaba su pelo rubio tan liso y sedoso y sin el que le era imposible vivir. Ante desastre tan descomunal, comenzó a ofrecerle otras alternativas, pero ella no las aceptaba: ¡su cabellera no podía arriesgar! Aunque no entendía muy bien aquello, no quedaba más remedio que aceptar esas pequeñas manías.
Con el pretexto del champú, salieron de tiendas (debilidad de su queridísima amiga). Aprovecharon ya a ver escaparates, probarse un montón de cosas, y volvieron a casa con bolsas a cuatro manos (exceso que siempre le hacía sufrir, porque para fabricar una camiseta eran necesarios no recordaba cuántos litros de agua, pero más de mil, y el planeta eso no se lo podía permitir).
Las jornadas, en efecto, fueron inmensamente felices, estuvieron llenas de buenos ratos, confesiones, ponerse al día, carcajadas y complicidad (y, claro está, muchos cambios de vestuario de quien quería estrenar todo lo que se había comprado).
Llegado el momento de regresar, mientras preparaba el equipaje, empezó a insistirle en que se llevara su tan preciado champú, pero qué mala suerte, con tantas compras ya no le cabía y, por más que le daba soluciones para guardarlo aquí o allá, ninguna le parecía bien.
Cuando ella se fue, allí se quedó al cerrar la puerta, sin su amiga pero con aquel frasco tan imprescindible, prácticamente lleno, que cogió con no muy buena cara camino al reciclaje, pues el recipiente era de plástico.
Pero a mitad del pasillo, se le ocurrió que no, que no podía el universo permitirse un nuevo envase engrosando los cubos amarillos y lleno de líquido. El caso es que tampoco podía usarlo, al ser específico para cabello rubio y tenerlo moreno. Ya se le ocurriría algo.
A la mañana siguiente se levantó con decisión, pues había tenido una "revelación" (bueno, más que una revelación era una ocurrencia): ¡usaría aquel champú para limpiar las baldosas de toda su casa!
Así fue como, una vez lleno el cubo, echó un buen chorro de champú en el agua, y empezó, artillería en ristre, a dar fregonazos aquí y allá, y a esparcirse un aroma inconfundible a frutas de la pasión del Caribe que te transportan a un paraíso natural.
Terminada la faena, dejó en pie la fregona y, apoyándose en su extremo con una mano y el otro codo sobre esta, comprobó con satisfacción cómo sus suelos quedaban efectivamente lisos, sedosos, sin enredos, ¡y sin rastro de caspa!
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