Pensamos en la producción por encima de todo, el beneficio a ultranza, en exprimir a la naturaleza de todas las maneras, en sacarle provecho de manera brutal de todas las formas. Solo nos importa acrecentar los beneficios, multiplicar los beneficios por mil, por un millón, acrecentar todas las cantidades hasta la pesadilla.
Y entonces manoseamos a la naturaleza de mil maneras, la tratamos como a una puta, peor que a una puta, no la respetamos, no la valoramos, solo queremos sacar provecho de ella, la exprimimos, la estrujamos sin fin. La tratamos como un pollo de corral, la cebamos hasta que reviente para aumentar las cifras. La manoseamos como bestias, modificamos los genes de las plantas para que den más y más, experimentamos con ella de todas las formas, hacemos con ella como si fuese plástico, somos los amos caprichosos que no nos paramos ante nada. ¿Y no va a reaccionar, no va a lanzar virus, desastres, lo que sea? Si a una persona la tratáramos así: solo produce y produce, puta, y cállate, no digas nada, suelta productos y productos, ¿cómo se pondría la persona?
Vale, no creamos que la naturaleza es nuestra madre, como creían muchas culturas indígenas, pero al menos advirtamos que es el sitio donde vivimos, es nuestra habitación. En la habitación ¿vamos a comernos las mantas? ¿Vamos a exprimir los travesaños de la cama para que den petróleo, energía eléctrica, qué sé yo? ¿Las ventanas ya no valen para asomarse, hay que sacarles rentabilidad, hay que arrancarles otro provecho como sea? ¿Seguiremos con la carrera, el 5G, con el millonésimo G?
¿No sería mejor la calma, pactar con la Tierra, en lugar de esta productividad estridente y vulgar? ¿No sería mejor parar un poco, amar el planeta que todavía tenemos, escuchar música, tomar vino por las tardes, hablar con los amigos?
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR
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