De vez en cuando me vienen a la memoria frases evocadoras de enigmas que tardé tiempo en resolver. Una de mis favoritas la profería de vez en cuando mi madre tras despedir a las visitas dominicales de los parientes del pueblo de la abuela: "estos han entrado en Madrid, pero Madrid no ha entrado en ellos", sentenciaba.
Con la emigración interior iniciada a mediados del siglo pasado se fue transformando la brecha que dividía a la gente de las ciudades de quienes procedían del mundo rural. En Madrid era más aguda pues los isidros confrontaban al resto con el denuesto genérico de paleto. La razón estribaba en la supuesta superioridad citadina por el goce de comodidades y el acceso a determinadas actividades que no se daban en los pueblos. Existía también el efecto del goteo del centralismo con sus prebendas y oportunidades, así como el acceso a la información que generaba la sensación de estar más al loro.
Esta es una situación nada particular. Todo lo contrario, su universalidad es elocuente. Se encuentra en el nivel grupal más reducido como es la familia o el grupo de amigos donde los límites definitorios son meridianos y los lazos de pertenencia son tan diferentes como la consanguinidad o el afecto. También se registra en comunidades definidas por propósitos bien distintos en torno al trabajo, la religión o el ocio y los subgrupos que puede permitir su desarrollo.
De modo más artificial, pero sin que ello quiera decir que sea menos eficiente, se da en formas políticas establecidas a lo largo de longevos y complejos procesos que tienen el apelativo de históricos. Repúblicas, consulados, monarquías, imperios, estados, ?, configuran el variopinto elenco. Todas son funcionales para alcanzar determinados objetivos sin dejar de lado condicionantes como la geografía concreta, el clima, el número de individuos, el acceso a los alimentos, ?, cuestiones todas que han ido evolucionando e interactuando paulatinamente.
Sin embargo, en todas las circunstancias hay un elemento que está presente y sobre el que se sustenta cualquiera de dichas construcciones. Se trata de la definición precisa de la pertenencia en virtud de tener muy claro quien es de afuera. Hay un mecanismo ancestral de gestión del miedo que resulta definitivo para entender el espanto que genera la presencia del foráneo. Diferente al que pudiera producir el asesino que habita en la tribu, el vecino mentiroso compulsivo que trastoca la convivencia o la usurera que medra sobre el débil. Ser de afuera conlleva mantener un estigma de por vida en innumerables situaciones. Se puede llegar a domesticar el acento, apropiarse de los hábitos más vernáculos en las festividades, las comidas y el comportamiento general. Asumir, en fin, la forma de pensar, los valores del sitio. En un determinado momento de la vida, se logra confundir a los demás, pero quien es de afuera está al corriente y en la oscuridad de la noche sabe muy bien que la ciudad no ha entrado en él y que el virus es el otro.
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