"Al llegar la primavera del florido abril,
Golondrina quien te viera una tarde venir.
Vuelve, vuelve golondrina,
Vuelve siempre a mi balcón,
¡Ay, ay, ay! Vuelve siempre a mi balcón.
Mi infancia también fueron nidos de golondrinas en el corral de nuestra casa. Vacas, gallinas, perro, gatos y golondrinas se repartían, en perfecta armonía, ese espacio. El corral era la planta baja de una casa de un piso. Estaba separado, por un "machihembrado" de madera (nombre popular de las tablas encajadas entre sí) de nuestro dormitorio. Era una sala, con dos alcobas, lugar de nuestros sueños. Los mugidos de las vacas y los terneros, el canto del gallo y el guirigay de las golondrinas nos despertaban, cada madrugada
Cuando vino, desde Buenos Aires una prima, mi madre le preparó, con mimo, una de las alcobas. Estaba justo encima del gallinero. Por la mañana, cuando cantó el gallo, empezó a gritar pidiendo ayuda, creyendo que tenía el gallo debajo de la cama. Nos reímos durante dos semanas.
Las golondrinas habían construido cuatro o cinco nidos de barro, bien salivado y endurecido, pegados a las vigas; eran sagrados. La golondrina era un animal sagrado, un tótem protector. Jamás los ultrajamos, a pesar de la curiosidad y, a veces, crueldad infantil.
En la primera infancia, aprendimos que las golondrinas, como los vencejos (aviones en mí tierra), solo comían insectos, respetando el trigo y todas las mieses; por eso eran amigas de campesinos y hortelanos. Tenían otro gran mérito, le habían quitado las espinas de la corona que le pusieron en la cabeza a Jesús crucificado.
Solo, en una ocasión, se nos ocurrió poner un lazo rojo a una cría, para probar su fidelidad a nuestra casa. Y efectivamente, volvió a la siguiente primavera. ¡Qué notición!
Ya en Salamanca, otra familia de golondrinas se afincó en el garaje vecinal. Cada mañana, pasaban por nuestra terraza se quedaban en la barandilla a un buen rato, junto al balcón de nuestro dormitorio, antes de empezar el día, formando un guirigay, que parecía una conversación entre adolescentes que gritaban alborozadamente, quitándose la palara unas a otras.
Habían conseguido hacer varios nidos sobre los canalones de desagües, en el garaje. Algunos vecinos, más urbanos, no les critico, no pudieron soportar sus excrementos. El final de esta familia de golondrinas se lo pueden imaginar.
Llevo unos años que apenas las veo volando en nuestro cielo o asentadas en los cables de la luz. ¿Saben que nunca se posan en el suelo, como les sucede a los vencejos, porque luego no podrían volar?
Las casas y garajes de nuestras ciudades ya no admiten golondrinas. Y, lo que es peor, los insectos que comen pueden estar envenenados. ¿Qué nos pasa a los humanos? ¿Queremos quedarnos solos?
Este año de pandemia y encierro echo mucho de menos a las golondrinas.
"Golondrina qué volando, a África vas.
¡Ay, ay, ay, dime si volverás"
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