El anciano ha elegido refugiarse en el sofá del salón mientras el resto de la casa es territorio comanche para los dos arcángeles peregrinitos -el rubio y el moreno- y su primo, mi capitán, oh mi capitán. El anciano no hace nada, no piensa nada, no siente nada. Ni siquiera cuenta nubes de sus antaños, de esas que salían arrastradas por la costumbre, o con una rosa en el pelo camino de la calle. Ha llegado el momento de sumergirse en la profunda ignorancia de lo que pasó o de lo que pudo pasar. Pasó la vida, eso fue todo.
El arcángel rubio entra hablando y llorando a la vez, como las mujeres antiguas. Que no me dejan ser el malo, se queja el sollozo del arcángel rubio que lleva una espada como quien lleva un pensamiento con ganas de matar. No le da tiempo al anciano, porque el arcángel rubio de la espada de mentira insiste: llámalos, llámalos. Pero no hace falta que el anciano hable porque entra enseguida el arcángel moreno con un pistolón luminoso como la anunciación de una muerte terrible, aunque también mentirosa. Yo no quiero ser bueno, repite una y otra vez el arcángel moreno.
El anciano piensa que está ante un instante maravilloso: ha llegado al final del camino donde el ser bueno está tan mal visto que ni los arcángeles quieren cargar con ese mochuelo. Como no puede partir su alma en dos, se hace el sordo y deja que el debate entre buenos y malos continúe por las amplias veredas del resto de la casa.
Pero ya se esfumó la abstinencia y ahora piensa. No en sí mismo (un hombre sin nombre se sabe de memoria) sino en el mundo de arreones y piedras que continuamente asoma.
Si un día el paraíso pudo estar en la tierra, lo más seguro es que ahora la guerra de los mundos la ha ganado el infierno. Porque la crueldad no es cortar más cabezas que Pío XI -cómplice de Hitler y Mussolini- sino la indiferencia.
Hay una parte de ese mundo que ha elegido ser buena oficialmente. Y proteger de los malos al resto. La gente que ejerce de bueno está muy bien organizada, como las capas de la piel. Hay quien ha decidido el oficio de juez, otro el de guardia, otro el de gobernador. Todos son independientes y cada uno cumple su función protectora de la sociedad sin pisarse los pies.
Pero el anciano piensa (ahora sí, la irrupción de los arcángeles ha roto su ensimismamiento) que los buenos pueden estar muy bien situados estratégicamente, pero algo no acaba de funcionar.
Recapitulemos: una madre mata a su hijo de nueve años la víspera de entregárselo al padre. El horror de una muerte anunciada por familiares, amigos y vecinos que veían el peligro del niño. Y lo denunciaban una y otra vez ante los buenos con obligación de proteger a cambio de un sueldo y -convengamos para ser piadosos- que de una vocación de servicio también. Pero el niño está muerto porque ese mundo bueno hizo oídos sordos ante las denuncias que le fueron llegando.
Lo mismo ha sucedido con una mujer, otra más. Después de denunciar ante los buenos los maltratos y amenazas de un hombre, ahora ya es un cadáver más. Los buenos no llegaron nunca.
Un hombre y una mujer se divorcian. Y con una borrasca por medio. La mujer decide denunciar al hombre por abusos sexuales a una de sus dos niñas. Los buenos deciden enseguida prohibir al padre acercarse a sus niñas. Pero el caso es que el hombre es absolutamente inocente y cuando pasa el tiempo y lo demuestra, la mujer decide no obedecer el mandato de los buenos (que, dicho sea de paso deberían ser más prudentes a la hora de tomar decisiones), y ahí tenemos al padre ocho años sin ver a sus niñas. Y sus abuelos han de esperar más, hasta catorce años pasan cuando pueden acercarse a sus nietas de 18 y 16 ya.
Para entonces las niñas han dejado de ser niñas, tienen en la cabeza la ausencia de su padre y sus abuelos, y ya no quieren ver ni a uno ni a otros. La perversa conducta de los buenos ha hecho desgraciada toda la vida que les queda a tres personas.
Y el sarcasmo llega cuando los buenos deciden pagar dinero por tanto dolor a tres seres humanos. Pagar con el dinero de todos, no con el suyo, cómplices de tanto, pero que una y otra vez se lavan las manos.
Dos ciudadanos son acusados del mismo delito económico. El primero es encarcelado a 600 kilómetros de su familia durante dos años y medio a la espera de juicio. No se atiende a su petición de libertad condicional. El segundo espera enfrentarse al juez veraneando en su yate o esquiando con su nueva mujer.
Cuando al fin se celebra el juicio, el cautivo durante dos años y medio resulta inocente. El segundo que ha seguido viviendo libre su vida millonaria, es declarado culpable e ingresa en la cárcel.
El primer ciudadano, el cautivo inocente, es catalán. El segundo, el culpable, ha sido durante años vicepresidente de la Nación y ha tenido en sus manos el dinero de todos, patriotas o no.
El anciano ha llegado a un estado de perplejidad que no evita del todo un atisbo de lucidez. Cree que los poderes públicos (los buenos) han de existir para proteger y no sólo para castigar. Ninguna bondad puede ser nunca inmóvil. Y ante las muertes, las injusticias, las destrucciones de otros seres humanos que llaman a su puerta han de responder con la responsabilidad que el universo en que se han instalado les exige.
Que paguen los culpables (los malos) pero ellos también.
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