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El virus para quien lo trabaja
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El virus para quien lo trabaja

Actualizado 31/03/2020
Luis Gutiérrez Barrio

Al otro lado del fino cristal lucía un magnífico día de primavera, los primeros brotes de los árboles pugnaban por abrirse al aire y al sol. La mediana estaba poblada de frondosos rosales repletos de innumerables capullos a punto de estallar, que dejaban entrever el color de la rosa que ocultaban. El cielo, de un azul más bello que nunca, estaba libre de negros nubarrones que presagiaran nada malo. El aire era limpio y puro, libre de cualquier tipo de contaminación. Abrió la ventana y respiró con ansia, queriendo meter en sus pulmones todo el aire que pudiera, tal vez pensando en aquellos que estaban atravesando difíciles días, y cuya vida corría peligro porque esta sociedad de consumo, bienes sin cuento y tecnología punta, no era capaz de proporcionar un aparato que hiciera llegar a los pulmones enfermos un simple puñado de ese aire limpio que a raudales corría por las calles.

Más allá de los tejados de las casas de enfrente, que se levantaban como un muro carcelario, se imaginaba los verdes campos con los primeros tallos que dentro de poco estallarían en fructuosas espigas de cebada y trigo. Las hierbas, siempre marginas a las cunetas de los terrosos caminos, al faltar las pisadas del hombre, les iba invadiendo hasta cubrirles con un manto de hermosas florecillas de mil colores y aromas.

¿Quién cultivará esos campos? ¿Quién cosechará esas verdes espigas de trigo y cebada? ¿quien recogerá los garbanzos y lentejas que con diminutas florecillas blancas ya anuncian su fruto cierto?

No entendía cómo esas diminutas y frágiles plantas podían reproducirse y crecer con más fuerza que nunca a pesar de que él, ¡el rey de la naturaleza! estaba confinado entre las cuatro paredes de su casa. No alcanzaba a entender, cómo el sol cada mañana seguía saliendo, cómo el aire corría por las calles sin que nada ni nadie se lo impidiera, no entendía cómo los gorriones podían volar alegremente de aquí para allá sin preocuparse de nada.

Pensó que él también podía ser libre, que podía escapar de su encierro y andar por las calles, pasear por los verdes campos, respirar el aire limpio y dejar que el sol acariciara su cuerpo. Intentó salir de su prisión, pero el frágil e invisible cristal de la razón se lo impedía.

Dudó de las bondades que suponía el tener razón. La razón, eso que tanto le dio y tanto le quitó. ¿A caso no eran más felices las aves, que desprovistas de razón, revoloteaban por las calles? ¿Qué es lo importante, la razón o la felicidad?

Sumido en preguntas como estas terminó dándose cuenta que de rey no tenía nada, que no pasaba de ser un simple peón, un peón del que se podía prescindir y al que se podía sacrificar, y una vez sacrificado, era arrojado a un vacío y negro cajón. Mientras, allá arriba, el sol seguía brillando con toda su intensidad, el aire corría libre por las vacías calles, los pájaros revoloteaban despreocupados. La partida continuaba.

Pegó la frente al frío cristal de la ventana, miró al árbol, que orgulloso y desafiante se levantaba ante él. Una paloma, se afanaba por colocar una diminuta rama para formar el nido, que su instinto le anunciaban que pronto necesitaría para depositar y proteger los huevos de los que, siguiendo el ciclo de la vida, terminarían saliendo sus polluelos.

La paloma, de repente, emprendió el vuelo con elegancia y ligereza, sin esfuerzo alguno, para ir a posarse al tejado de las casas de enfrente.

Fue entonces cuando se dio cuenta de lo insignificante que era. Una lágrima rodó por sus mejillas, a la vez que a su memoria acudían unos versos aprendidos en su juventud:

¿Y yo, con más albedrío, / tengo menos libertad?

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