"Cállate hasta que puedas decir algo que merezca ser oído. Pero entonces cállate también para oírte a ti mismo." LANZA DEL VASTO.
Al inmenso rosario de decepciones que en este tiempo extraño se suceden respecto a dignidades, autoridades, majestades y poderíos que parecían de granito y venidas del cielo, viene a unirse la conciencia general de la levedad de tantas categorías que nos habían hecho creer intocables: fronteras, razas, dioses, apellidos, haciendas y propiedades, que se están convirtiendo en el humo y la ceniza de una forma de vivir que es ya pura pavesa. En lo que queda de la política, y cada día de forma más patética, dirigentes regionales, municipales, nacionales y supranacionales, siguen queriendo hacer valer su nombre y su cargo y ya no valen nada. Monigotes azotados por una realidad que no entienden. Apelan a la fuerza y a las fronteras de sus antiguos dominios y alcaldes, consejeros, presidentes de regiones, rectores, directores o secretarios intentan pública y ostentosamente una autoridad y una influencia de la que ya carecen; concitan lástima, dan verdadera pena alargando plazos que no serán, prometiendo eventos que no estarán, exigiendo exigencias que tampoco, comprando lo inexistente, anunciando lo imposible, prometiendo lo volátil y provocando vergüenza al verlos seguir creyendo que creen; tal vez creamos nosotros todavía en las rayas que en los mapas, durante demasiado tiempo, quisieron otorgarles dignidades y dominios, hacer países, regiones, provincias... ;mundos de colores, y trazar fronteras, sentirnos de aquí pero no de allí; osamos dividir en compartimentos la especie humana que hoy se muestra homogénea e igual en el dolor y huérfana de una esperanza común (¿alguna vez habíamos rozado la piel de la esperanza?) que le anuncie, nos anuncie, más allá de dónde, quién o cómo, lo que tanto vocero ni sabe ni supo nunca; deseducados, seguimos deseducándonos online. Acostumbrados al ruido, procuramos ruido que parezca silencio. Echamos de menos lo que despreciábamos. ¿Lo mejor de nosotros? No. Lo peor. Despreciamos ahora lo que nos contradice. Ya no valen las cosas que servían. Y hay una deslealtad a la inteligencia, un radicalismo contra la verdad, una intransigencia total, banal, moral : "al que vuelva a decir lo contrario que yo, no volveré a mirarlo", proclaman intolerantes que ayer creían luchar contra la intolerancia. Acaso por vergüenza, las inscripciones que otorgaban a la gracia de Dios las majestades y los dominios dejaron de inscribirse en las monedas, aunque las efigies, relieves, retratos y estatuas que querían remachar autoridades y subrayar dignidades, todavía tintinean en los monederos, dan sombra en los parques desiertos y presiden las aulas vacías. Inútilmente. Banderas absurdas a media asta. Oraciones a un dios sordomudo. Adioses de cartón. Besos que debimos dar. Lágrimas de cocodrilo... Ya no nos sirven para ganar tiempo. Aquellos valores, no que eran sino precios, se han disuelto, las dignidades se vuelven tan ridículas como nuestro papel de súbditos encerrados marcialmente con un solo juguete, el miedo; y el discurso se torna pueril, insignificante, antiguo... La antigua "calidad" del pensamiento individualista que llamaba a la diferencia, a la distinción e incluso a la transgresión individual para significarse, ya no existe. Si recuperamos la civilidad de la fraternidad, la radical conciencia de humanidad, los valores de la igualdad, podremos conseguir una vida que merezca vivirse. Puede ser la hora de la razón, y sería preciso olvidar escalas y escalones, títulos y titulados, dignidades y dignatarios, para intentar, como personas, un futuro.
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