Nascer entre brutos, viver entre brutos e morrer entre brutos é triste (Rodrigo da Fonseca, 1787-1858)
Hasta hace poco yo era uno de esos brutos, por fin he dejado de serlo, pero demasiado tarde. Ahora, desde una nueva atalaya, cuando ya nadie puede verme, oírme, ni siquiera sentirme, es cuando veo a los otros vivir y morir como brutos. Ahora, cuando ya nada puedo cambiar, es cuando me doy cuenta de lo mucho que tenía que haber cambiado y lo absurdo que es el comportamiento de los hombres.
Grito desesperado para avisarles que sus comportamientos son erróneos, todos mis esfuerzos, de nada sirven, mis gritos no les llega y aunque les llegara, mucho me temo que de nada servirían, están tan sumergidos en sus errores que nada ni nadie les puede hacer cambiar de actitud.
Trato de meterme entre ellos, intento empujar, arrastrar, frenar tanta locura, trato de mostrarles el abismo hacia el que caminan, decirles que se paren un momento, que reflexionen, que piensen hacia donde van y qué es lo que quieren. Chillo, pero de mi seca garganta no sale ni el mínimo sonido, intento decirles que la vida se les pasará antes de que sus absurdos proyectos puedan culminarse, que de nada sirve matar, herir para conseguir algo que se les escapará entre los dedos, como arena del tiempo, antes de que puedan disfrutarlo. Les digo que la vida es muy breve, que antes de que se den cuenta ya no podrán combatir, ofender, reñir, matar, que su vigor y su energía habrá desaparecido para siempre, que sus riquezas quedarán ahí, que nada, ni la belleza, ni la inteligencia, ni la felicidad, nada podrán llevarse consigo, todo quedará ahí, tal vez para que el que fue su enemigo disfrute de ello. Que de nada le habrá servido la tenaz lucha por conseguirlo, que su máximo trofeo será un puñado de agua en una criba, que su gloria terrenal durará lo que dure el agua en esa criba. Por mucho que se afane en tapar los agujeros con sus dedos, pronto habrá desaparecido y con ella la vida.
Es triste darse cuenta de todo esto cuando ya nada puedes hacer.
Ahora, desde esta otra parte, se ve todo tan claro que cuesta entender que los que están en la otra orilla no lo vean, es triste ver como dejan pasar los días, engañando, mintiendo, robando, impidiendo que otros sean felices, a cambio de una miseria, pues todos los bienes materiales del mundo, todos juntos, no son más que miseria, que la verdad de la vida no está en esos bienes, sino en hacer feliz al prójimo, que podamos andar por el mundo con una sonrisa de paz y amor, una sonrisa que sirva de óbolo a Caronte para que, en paz, nos traslade a la otra orilla.
Ya sé que no tengo derecho a reprochar nada a nadie, porque cuando pude cambiar tampoco lo hice. Será condición humana, errar una y otra vez, vivir de forma alocada, rápida, desear y tener lo deseado en el menor tiempo posible, sin importar a qué precio. Ignorar al prójimo, no importarnos si sufre o necesita algo de lo mucho que a mí me sobra. Tengo que acaparar cuantas más riquezas mejor, aunque no tenga tiempo para disfrutarlas, y si tengo que pisar cráneos para conseguirlo, los piso, sin que mi corazón sienta el menor remordimiento.
Es una pena ver cómo pasamos al lado del otro, ignorándole, sin saber que necesita sentirse querido, que podemos hacer feliz a esa persona que está sentada a nuestro lado, tan cerca y tan lejos, esa persona que se siente sola, desprotegida, que los problemas le abruman, problemas que a lo mejor encontrarían alivio en una mano tendida, pero que nunca lo sabremos. Uno y otro remprenderá su caminar sin que nunca vuelvan a encontrarse. Uno se irá con su pena, el otro con su ignorancia.
Cuantas ocasiones habremos perdido de hacer feliz a alguien, pero somos incapaces de comunicarnos, de ofrecernos, y también demasiado orgullosos para pedir ayuda, tal vez porque pensamos que aunque la pidamos no encontraremos quien nos la preste. Ahí están esas pobres personas, que en las calles de nuestras ciudades se humillan, piden, suplican de rodillas unas simples monedas, esas que gastaremos en cualquier banalidad que terminaremos por arrojar a la basura.
Cuantas veces habremos dicho: si volviera a vivir y sabiendo lo que sé, cuántas cosas cambiaría. Y no nos damos cuenta de que cada mañana estamos volviendo a nacer y con todos los conocimientos adquiridos, pero de nada sirve, porque día tras día repetimos los mismos errores y nos engañamos a nosotros mismos con las mismas promesas.
Ahora, desde la otra orilla, cuando ya nada somos, cuando ya nada podemos hacer, cuando ya nuestra voz no puede ser escuchada, cuando de nosotros ya nada queda, es cuando vemos la vida con claridad. Es curioso que para poder ver la vida tengamos que estar muertos.
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