Cuando yo era chica no se dejaba nada en el plato ni se quejaba uno por nada de nada.
-A vosotros os hace falta una guerra.
En realidad nosotros éramos unos niños muy bien educados en el arte del rebañar y dejar los huesos limpitos, que en casa lo justo y necesario. Niños que sabían muy bien apreciar el lujo químico de la Fanta, la tarta casera, el líquido de los melocotones en almíbar y los dulces de Gil o de Burgueño, esas etiquetas que con solo leerlas que hacían salivar al más entero: Reglero, Surtido Cuétara, La Campana de Elgorriaga?
A mi azucarada jauría del instituto les salen los palitos del chupachús de la boca por los pasillos. A mi acelerada jauría del instituto, el confinamiento en casa les debe sentar tan mal como que no les deje ir entre clase y clase a la cafetería a proveerse de chicles para seguir rumiando el aburrimiento. Lejos de la cancha de baloncesto y de las aulas, mis chicos estarán ya con la cara convertida en pantalla y el dedo recomido de tanto darle a la tecla. Lo suyo ahora será hacer ejercicios sin parar y asomarse como quien no quiere la cosa a la plataforma educativa desde la que haremos equilibrios para que no pierdan ni el tiempo ni la paciencia mientras miran por la ventana la calle desierta.
Porque la casa, el hogar dulce y calentito que tenemos la fortuna de disfrutar, está lleno de deliciosas posibilidades que van desde la tele a la Tablet pasando por la play, la Nintendo y todos esos artilugios mágicos que mi hija deja de lado para ponerse a pintar, pijama y carita de sueño. Y no puedo por menos mirándola que recordar el confinamiento feliz que supuso para mi hermana y para mí una hepatitis que disfrutamos de litera a litera, entre libros, un transistor a pilas, pinturas y risas mientras mi madre se deslomaba lavando vajilla, ropa y limpiando objetos con agua caliente y lejía. Para nosotras, una vez pasados los primeros momentos de vómito y dolor, fueron unas vacaciones de risas y colorines. Para mi madre, la pesadilla se multiplicó cuando infectamos a mi hermano y la casa entera apestaba a lejía. Nosotros nos recuperamos con la felicidad de los niños y nos fuimos a correr por ahí, al corral de la abuela, libres y sanos. Sin embargo, no recuerdo en absoluto cómo quedó mi madre después de un mes entero de confinamiento, comidas en bandejas, coladas constantes, la piel despellejada de tanto frotar el estropajo de la asepsia contra los suelos, los sanitarios, todo lo que tocábamos los tres, tan pequeños, tan inconscientes, tan enfermos. Mi madre, absolutamente sola ante el peligro y sin recibir ayuda de nadie para no reproducir una enfermedad que yo había contraído en el mismo quirófano donde me operaron de apendicitis.
Aquel obligado confinamiento con olores a lejía, amoniaco y colonia barata de lavanda que nos echaba mi madre para intentar peinarnos en medio de la catástrofe, limpios los pijamas, cuidados los embozos y las almohadas, me recuerda la fuerza de una generación de mujeres a las que curtió de niñas una posguerra y que sorprende un coronavirus en medio de su vejez de abuelas entregadas. La entereza de su cuidado, en ocasiones brusco y sobrio, pero siempre eficaz como una pasada de estropajo, debería ser una lección ahora en tiempos de paciencia. Una lección que nos lleve de la mano a través del cuidado, la serenidad, la alegre entrega. Y que nos devuelva el gesto agradecido de ayudar, agradecer y ponernos a disposición de lo que venga.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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