Fue cogido el 20 de agosto de 1952 por un toro en la plaza ribereña y falleció al paso por El Milano camino del consultorio médico de Vitigudino, donde finalmente fue enterrado
Antonio del Castillo quería triunfar en los ruedos para indultarse de la cruel dureza de la Andalucía pobre que lo vio nacer. Hijos de jornaleros, de braceros que trabajaban de sol a sol por un mísero jornal en aquella Alcalá de Guadaira enlutada y triste por los horrores de la Guerra Civil. Esa Alcalá de Guadaira, desde la que se presenciaba la Giralda que coronaba los cielos de Sevilla, que estaba al lado. La misma Sevilla que se vestía de luces cuando toreaba Pepe Luis Vázquez y los aficionados seguían soñando con la genialidad de Pepín Martín Vázquez, quien tras la gravísima cornada sufrida en Valdepeñas (en vísperas de la mortal de Manolete, en Linares) ya no encontró su sitio y aún se vertían lágrimas por aquel ilusionante Pascual Márquez, a quien llamaban El Tesoro de la Isla y falleció en mayo de 1941 días después de la brutal cornada recibida en el pecho por un Concha y Sierra, en la plaza de Madrid.
Antonio del Castillo, pobre de solemnidad y sin otro futuro que ser bracero y esperar la entrada en quintas para irse voluntario de La Legión, donde al menos tendría un sueldo mensual y nunca le faltaría un plato caliente, descubrió siendo un chaval que solamente en el toreo podían cambiar el reverso de su existencia. Y como los mismos que triunfaban en el toro podría ser aclamado por las gentes, obsequiar con una vivienda digna a sus padres (aunque muy pronto fallece su madre), ir a entrenar al complejo Piscina Sevilla con los Vázquez, con Pepín; con el joven Ordóñez, que ha roto en torero de postín; con los excelentes banderilleros sevillanos donde sobresalía la estampa agitanada de Joaquín Delgado Joaquinillo. Y ser un hombre querido socialmente y respetado con esa distinción única de los toreros.
Decidido a ello y sin más compañía que su ilusión, ayuno de técnica o conocimientos, emprendió el camino de las capeas de La Mancha y Guadalajara, haciendo hasta alguna noche la luna, donde se temía más ser descubierto por los vaqueros que el peligro que, incluso por la Guardia Civil ?temían ver reflejada la luna en el charol del tricornio-, hasta que un buen día conoce a Pavesio, banderillero de Salamanca que lo anima a irse a esa tierra, donde pastan cientos de ganaderías y puede aprovechar para echar un buen verano y tener un sustento o ser visto por algún influyente taurino que le dé la oportunidad. No se lo piensa y, animado por la ilusión de torear para cambiar el sino de su vida, colándose en el tren llega un buen día a Salamanca, desconocida para él y es el dueño de la noche y el día.
Salamanca era todo un mundo para él, mientras le hablan de las ganaderías de los Pérez-Tabernero, de Galache, de Cobaleda, de los Sánchez Rico, los Muriel? y todos los de segunda, porque en esa época en el Campo Charro embisten hasta los moruchos. Hay además un buen plantel de toreros, que le presenta Pavesio y pronto empieza a acudir a los festejos con el propio Pavesio, con Fernando El Latas, con Valentín Cano Jerte, un banderillero curtido con técnica y valor; también con Dionisio Toreri, madrileño instalado en Salamanca que torea magistralmente de capa y tras la falta de oportunidades empieza a dar sus primeros pasos de banderillero. También en Salamanca lo orienta muchas veces el señor Primitivo Lafuente El Primi, banderillero de Zaragoza a quien sorprende la Guerra Civil en Salamanca ?curándose de una cornada sufrida semanas antes en el pueblo de Parada de Rubiales- y aquí se queda para siempre, siendo padre de dos hijos que quieren ser toreros llamados Victoriano y Adolfo. El Primi además organiza la mayoría de los festejos de la provincia y está muy vinculado a Florentino Díaz Flores, otro antiguo torero llamado que se busca la vida en diferentes negocios y en todo lo que tiene que ver con el toro.
En esa Salamanca que abre el telón de la década de los 50, plena de dificultades y que sueña con salir adelante, el aspirante a torero sevillano Antonio del Castillo, que además es un muchacho con muy buen porte, sueña con la gloria y toma parte en distintos festejos, además de la mayoría de las capeas que se celebran en la provincia, ganándose pronto fama de torerillo valiente entre los aficionados y el respeto de los profesionales, porque el muchacho de Alcalá de Guadaíra ante todo quiere triunfar en los ruedos, a los que sale a darlo todo.
Una de esas ocasiones donde es acartelado su nombre es en las fiestas del Toro, en honor a San Bernardo de Masueco de la Ribera, una localidad situada muy cerca de Aldeadávila de la Ribera, que siempre rinden culto al toro, al igual que en la mayoría de los pueblos de esa Ribera salmantina en esas jornadas de tintorro y diversión. Inicialmente va a torear Adolfo Lafuente, el hijo del Primi, que está comenzando en el toreo, pero el progenitor al ver los dos pavos que se van a lidiar, muy corraleados y corridos por varios pueblos, que adquieren al señor Evangelista, un carnicero de Vitigudino muy aficionado al toreo y previamente se los habían comprado a Rogelio Miguel del Corral, el procurador de Tribunales natural de Villavieja de Yeltes, decide que no vaya su hijo y ofrecen el sitio a Antonio del Castillo, más hecho y curtido para esta ocasión, aceptando este con gran agrado, porque sabía que en esa comarca los alcaldes eran muy generosos con los toreros y en esta ocasión sabía que le iban a pagar 1.500 pesetas, con lo cual podría mandarle algo a su padre y tener asegurada la pensión de varias semanas.
Era el día 19 de agosto, víspera del festejo cuando la cuadrilla integrada por el propio Antonio del Castillo, los banderilleros Pavesio, El Latas y Jerte llegan a Masueco en el autobús de Mariano Bautista, que hace la línea regular desde Salamanca. Enseguida la entusiasmada chavalería corre detrás de la tropa torera, ataviada con sus trebejos y los acompaña hasta la posada de José Gómez, a quien llaman el tío Botero, donde se instalan, compartiendo cuartos y alcobas con otras pintorescas cuadrillas, las de almendreros y músicos. Masueco, que hace esas fechas un alto en la labor de las tareas agrícolas, en las que trabaja casi todo el pueblo y ya espera la vendimia, vive con desbordada pasión las fiestas y esa noche del 19 en el baile animan al torero protagonista, a quien invitan a charras de vino y se ofrecen varios mozos a sacarlo en hombros tras el triunfo; mientras otros le dicen que se arrime, porque si no se arrima acabará en la fuente del Cachón, donde no sería el primer torero en ser arrojado.
A buena hora marchó para la pensión y el día siguiente, el del 20 discurrió con normalidad, yendo a visitar la plaza donde por la tarde mataría los dos toros y tratando de familiarizarse con aquel improvisado coso levantado detrás de la iglesia, ya en el camino de Corporario. Los dos toros, de impresionante lámina permanecieron hasta la hora del festejo en el camión de Los Macines, transportistas de Vitigudino, donde la mujer de unos de ellos, Isa de la Cruz La Macina, marcó historia como adelantada a su tiempo y ser la primera mujer que se vio conducir camiones en esa zona de la provincia (coches conducía antes Inés Luna Terrero La Bebé).
La tragedia
A la hora anunciada, las cinco de la tarde y con la plaza abarrotada bajo un calor infernal, mientras desde el Ayuntamiento se disparaban varios cohetes que indicaban el comienzo, los toreros hacían el paseíllo embutidos en desvencijados ternos, ya con las luces fundidas de tantos usos. Abierta la puerta de chiqueros sale el primer toro, cuya lámina impacta aunque en esos pueblos guste de llevar toros grandes y cornalones, donde tras dar un par de vueltas pronto sale Antonio del Castillo a saludarlo, quien es arrollado en el segundo lance y empitonado. Aún pudo levantarse con el gesto dolorido y echándose las manos a la herida que sufría en el triángulo de escarpa y de la que manaba abundante sangre, los peones y varios mozos lo recogen para llevarlo al Ayuntamiento, donde el médico del pueblo, ayudado por el practicante y el boticario intentarían salvarle la vida. Uno de aquellos mozos era el seminarista Jesús Carretero, de Aldeadávila de la Ribera, personaje con una vida de novela que más tarde abandonaría la sotana para entrar en la Guardia Civil y no tardando mucho hizo lo mismo con el tricornio convirtiéndose en contrabandista; años más tarde alcanzó al alcaldía de Aldeadávila de la Ribera para hacer una grandiosa labor en esta localidad. Y siempre con su pasión taurina a gala, como ejemplo fueron aquellos festivales de figuras que programaba cada Sábado de Gloria y colocaban el no hay billetes en esa localidad.
Sobre la mesa del Ayuntamiento, improvisada como camilla, agonizaba Antonio del Castillo, quien recordaba a sus familiares y a su pobre madre fallecida años antes, mientras trataban de atajar la hemorragia. Una vez contenida y dada la extrema gravedad de la situación, se precisó que lo mejor era trasladarlo a Vitigudino, con más medios, por lo que gracias a la disposición de un vecino que disponía de un vehículo, un Fiat Balilla, se realizó el traslado acompañado por el médico del pueblo. El herido pronto comenzó a balbucear palabras que no podían entender, mientras un sudor frío recorría su cara a la vez que empalidecía en el momento que atravesaban El Milano, donde Antonio del Castillo expiró a pesar de los intentos de reanimación que le realizaba el médico, mientras trataban de alcanzar el destino en aquella tortuosa carretera
Ya en Vitigudino no pudieron más que certificar su defunción, mientras la noticia se extendía por todo el pueblo causando una tremenda conmoción y arremolinándose la gente en el centro médico, también los chiquillos, donde uno de ellos, Santiago Martín Sánchez, hijo del señor Baltasar Machorro, el carretero, no perdía detalle de todo aquello, impresionándole la historia de ese muchacho que acababa de perder la vida y cuyo cuerpo yacía ahí mismo. Aquel Santiago Martín Sánchez, años más tarde, con el nombre artístico de El Viti, sería una leyenda del toreo.
Caída la noche en un Vitigudino conmocionado, no tardaron en llegar los compañeros que hicieron con él su último paseíllo en Masueco, mientras que la noticia de esta tragedia se extendía por toda la provincia y la propia capital, donde en el bar Federico, el más frecuentado por los torerillos, al enterarse quedaron impactados los camareros y clientes que esa noche agosteña llenaban el bar.
"¡A Antonio del Castillo lo ha matado un toro en Masueco de la Ribera!"
Durante la madrugada fue velado por sus compañeros y algunos vecinos de Vitigudino, hasta que al día siguiente, 21 de agosto, recibió sepultura en el mismo cementerio de Vitigudino tras un funeral llevado a cabo en su iglesia de San Nicolás de Bari, al que asistió gran parte del vecindario y donde a la finalización se realizó una colecta para enviarle a sus familiares, quienes dadas las carencias de la época y su falta de recursos, imposibilitaron que pudieran venir al entierro. Sí lo hicieron unos meses más tarde, para postrarse, llorosos, antes la tumba de aquel Antonio del Castillo que vivió y murió para ser torero.
Impactado de su trágica muerte del novillero de Alcala de Guadaira en tierras de Salamanca, el gran poeta sevillano Rafael de León, quien junto a sus socios Antonio Quintero y Manuel Quiroga, le escribía las canciones a Concha Piquer, máxima estrella de la copla, tuvo conocimiento de la desgracia y escribía este bello poema. Poco más tarde Concha Piquer lo popularizó en Romance de Valentía, uno de sus grandes éxitos que hizo emocionar a los públicos en todos los espectáculos del mundo.