El tiempo, el implacable, el que se nos va me deja a la intemperie de la ropa que se queda chica, el calendario que arranca las hojas, el almanaque de las semillas que aún no he sembrado y la edad, la edad, la edad inocente, crujiente de tan recién estrenada de los alumnos, esos que nacieron en este su siglo y que se sientan, expectantes y a la vez hastiados en el salón de actos. Algo barruntan de lo que oyen, sí, pero con una certeza que me golpea, me doy cuenta de que para ellos ETA es un eco lejano, una realidad ajena, uno de esos horrores del pasado que quedaron atrás, como las guerras, el aparheid, la central de Fukusima o las torres gemelas. Mis alumnos no tienen pasado reciente, por no tener, ni memoria adquirida de lo que fueron los años de plomo, aquellos de la muerte diaria, la sociedad escindida y las víctimas que no merecían conmiseración, sino culpa. Mis alumnos tienen la inocencia del desconocimiento al que se enfrenta, palabra calmada, palabra certera, Luis Heredero, un hombre que ha tenido la generosidad de contar su historia para que la memoria del horror no se diluya con el paso del tiempo. El tiempo implacable.
Al coronel Heredero Gil, su padre, le mataron tan cerca de mi casa que mi madre sintió que se le caían encima los cristales del balcón. La tarde antes, los parroquianos del bar al que iba mi padre, habían mirado con desconfianza a un tipo que preguntaba por la distribución de las calles. Ahora, donde confluyen el Paseo de la Estación (anda que no tardé yo en dejar de decir "general Mola") con la Avenida de Portugal, hay un espacio en memoria de Heredero Gil, ahí donde mis alumnos van a comer pizza cuando tienen un cumpleaños. Y es su edad, tan recién estrenada, que no tiene ni el recuerdo ni el eco de los años de un terrorismo que, para ellos, es islámico y mata en otra parte, porque Atocha, también, les queda un poco lejos.
Los años de plomo, tan magníficamente narrados en su verdad cotidiana por Aramburu, son para mi hija y mis alumnos una nota más en esas páginas de historia a las que nunca llegan porque el temario es muy largo. De ahí que escuchen conmovidos la historia de una muerte y de un atentado que sucedió en el espacio cotidiano de sus vidas, pero ahí queda. Ellos no lo vivieron, ellos no lo sintieron, ellos están libres de considerar, por ejemplo, a Otegui como uno más de esos rostros de políticos que salen por la tele y que no tienen nada que ver con ellos. Nuestros alumnos nacieron en otro tiempo, esa historia les es ajena. Y nosotros, los que sí recordamos, sentimos aún el golpe de la sorpresa, vemos la rampa del garaje donde se consumó un acto que aún no ha tenido respuesta. Heredero Gil, un hombre apenas tres años mayor de lo que lo soy yo ahora, era un salmantino más del barrio mío que tenía el coche en el garaje bajo su casa y que nunca imaginó que, en sus clases de empresariales por la tarde, tenía junto a él a quien marcó su nombre con la cruz de una ruleta macabra. Un hombre cuya memoria está convertida en calle, en la pena de una familia y en la de una historia que es de todos los que aquel año sentimos la detonación de una u otra manera en nuestra pacífica, nuestra secular Salamanca. Sin embargo, el tiempo, el implacable, hace que se diluya la memoria, la historia, corre veloz el curso de los acontecimientos. Y entonces se precisa del relato, de la serie que nos recuerda el pasado reciente, de la charla, de la evocación.
Ellos salen enmudecidos, cierto, pero es el tiempo, implacable, el que se impone. Y vuelven a lo suyo mientras nosotros detenemos el curso de la pena. Entonces asumimos, que solo el relato nos salva del olvido? lo demás, es cuestión de tiempo.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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