A nosotros se nos invita a escuchar, como Jesús, esa voz que señala nuestra raíz divina y nuestra dignidad humana, nuestra identidad como hijos muy amados de Dios y a comportarnos como tales con nuestros hermanos.
El papa Francisco ha hablado de la importancia del día de nuestro bautismo. Ha dicho: "aunque muchos no tenemos el mínimo recuerdo de la celebración de este sacramento, estamos llamados a vivir cada día aspirando a la vocación que en él recibimos".
Tendríamos que mirarnos, con frecuencia, en el espejo y ver que en nuestros ojos tendría que brillar la sonrisa de Dios, todo su amor, su belleza y hermosura. Es cierto que el espejo nos puede engañar y nosotros mismos, también, podemos confundirnos, pero cuando miremos en nuestro corazón, entonces brotará la verdad. El bautismo es el verdadero nacimiento del cristiano, por él la persona se siente hijo de Dios en toda circunstancia, pasa a pertenecer a la gran familia de los hijos de Dios, opta por hacer el bien y no dejarse atar por ningún poder ni esclavitud. Por el bautismo, también los creyentes, movidos como Cristo por el Espíritu, están llamados a hacer el bien y a sanar a todos los que viven oprimidos por el mal. En el bautismo reciben los padres una luz y se les invita a caminar como hijos de la luz. El ser humano necesita de la luz para reconocerse a sí mismo, para reconocer a los demás y poder llegar a Dios por los caminos de la vida.
El Concilio Vaticano II comienza la Constitución sobre la Iglesia llamándola «Luz de las gentes». La Iglesia es como «el sacramento de la luz para el mundo». La Iglesia es santa y pecadora de ahí su luminosidad y su opacidad respectivamente. Quien lleva la luz es cada cristiano, aunque la jerarquía que lidera la Iglesia sea como los ceroferarios o portadores de cirios de luz «oficiales» visibles. No hay que mirar a quien lleva la luz, lo importante es poder ver. Hay realidades que no se ven, pero que están ahí y que nos sirven para recordar momentos felices y poder levantar el ánimo. Lo mismo nos pasa con Dios, sabemos que, aunque no lo veamos, está ahí, palpamos su amor, somos conscientes de que somos hijos muy «amados» por él. En nuestro corazón, en todo nuestro ser, llevamos inscrito su nombre y oímos su voz de padre que nos susurra: «te quiero», adelante, ten ánimo, confía en mí.
Dios nos ama, pero lo hace con cada uno en aprticular.
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