De la casa de mi madre a la mía hay diez minutos largos o quince cortos que recorro arrastrando bolsas, prisas y remordimientos. Y en la esquina entre la pena y la culpa está él, trenzando las horas sentado ante nuestros pasos, la quietud nerviosa frente al semáforo cerrado.
-¿Cómo se llama tu perro?
Cuando retomo la marcha, mi paso rápido de bota sin tacón, me pregunto por qué seremos tan estúpidos. Le he preguntado el nombre de su perro, no le he preguntado como se llama él. Me detengo en lo que era un descampado junto a las vías que ahora atruena con la algarabía del encuentro, los perros juegan y corren mientras los amos hablan entre sí o miran el móvil en el frío de la noche recién caída. No sé dónde he leído que hay barrios de Madrid donde hay más perros que niños. Sobran entonces los columpios de los parques y se impone la fuente para que los perros sacien una sed alegre y compartida. Sentados sobre el suelo, más allá del animal con abrigo y traílla de diseño, el chico de las pulseras y su perro dejan pasar el rato antes de que la humedad se pose como una caricia sobre el suelo de la calle. Cuando llueve, extraño su presencia frente al semáforo que me pregunto cuántas veces verá cambiar de color mientras trenza otra pulsera.
-Siempre te las llevas azules.
Antes, su perro ovillado me miraba, ahora levanta la cabeza. El día que su amo estaba levantado y hablamos los dos de pie, frente a frente, se elevó sobre sus patas traseras y me hizo fiestas de humano. La primera vez que cogí una pulsera, él me dio las gracias sin mirarme, la segunda vez levantó la cabeza. Ahora está de pie -¿Cómo se verá la calle, la riada de gente desde el suelo, hora tras hora, a flor de pie, zapatos que pasan con la velocidad de las luces que cambian de color, el transcurrir de los coches?- y hablamos frente a frente. Es un poco más alto que yo, sostiene un vaso de café que calienta la tarde húmeda y su perro parece tener permiso para erguirse también y saludarme. Los dos tienen la misma mirada honda.
Más allá, el juego, el ruido no es de los niños, es de los perros. Perros felices que se encuentran, se persiguen, se dan el gusto de correr, libres de la correa y del paso del humano al que pasean. Perros enloquecidos de alegría por atravesar como flechas este espacio que era un descampado cruel junto a las vías del tren que atraviesa la ciudad, cicatriz geométrica y alambrada. Es tarde y los niños deben estar en casa, haciendo deberes, niños que más allá tienen su parque de colores, su bosque de columpios sin polvo que levantar a su paso, sin arena con la que construir la infancia, sin barro del que servirse para ser alfareros de su gusto. Niños mecanizados, monitos de feria a los que se compra con una vuelta en las atracciones que permanecen en otro rincón todo el año, ahí donde lo que debería haber sería tierra para el cubo, la pala, el goce del perro que excava con sus patas buscando la gota de sangre de pato del poema lorquiano.
Se divierten más los perros en medio de la tolvanera, del barrizal de este otoño húmedo en este retal de tierra entre el asfalto y la vía. Tierra, tierra, tierra. Más allá, en la baldosa fría, el chico y el perro ocupan un espacio infinito sobre una mantita cuidadosamente doblada. El chico es meticuloso, ordenado, cartesiano. Llueve y ya no lo veo. No quiere que su perro se moje. Ese perro que se queda quieto, ese perro que pone el hocico cálido, seguro, fiel, sobre una rodilla cansada de estar doblada. A su lado, paso como una ráfaga de viento, prisa y bolsas agotadas del día. El semáforo cambia de color, los dos me miran y sonríen. Y yo muevo el rabo en señal de reconocimiento y babeo tan feliz mientras le saludo con su nombre? a él y al perro.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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