Hay esfuerzos que a la postre resultan vanos. Acciones edulcoradas que no tienen sentido en su inicio y cuyos resultados, luego, son decepcionantes. Planes que vienen lastrados desde que son pergeñados que no dejan de complicarse en su desarrollo y cuyo final es un desastre sin paliativos. Hay voces que terminan enmudeciendo hartas de forzar su volumen para que alguno de los sordos presentes en la reunión oiga algo. Miradas esquivas incapaces de sostenerse porque no ocultan sino una vergüenza profunda. Olores a podrido que se tapan con un manojo de hierbabuena del tiesto que casi nunca se riega. Hay caras lánguidas que olvidaron el sentido de la emoción al empeñarse a mantener a toda costa el rictus de la seriedad. Gestos torvos amparados en el señuelo confuso de quienes saben que esconden el secreto de su existencia. Muecas sinceras de hastío absortas por el fragor de la discusión del gentío. Sí, hay también lágrimas cuando arrecia la lluvia que se disimulan a pesar de los hipidos.
Me cuesta concentrar la atención durante la conferencia. Es posible que el hecho de tener que intervenir a reglón seguido sea el causante de tal desatino que me incomoda. No es solo la falta de respeto ante quien está en el uso de la palabra, es también porque el tema anunciado me interesa. Pero ya lo he olvidado. Por esos sus palabras me llegan como una sinfonía configurando sonidos hueros de significado. Son pequeñas vibraciones en las que paulatinamente detecto componentes guturales que se unen a un profuso seseo. A pesar de la aparente florida oratoria el sentido del discurso me resulta ajeno. Vocablos que resbalan concatenados sin significado alguno. Sin embargo, mi semblante permanece atento, fija la mirada en el estrado, en sus labios. Un ligero rictus de condescendencia, más que de aprobación, acompaña a mi pose. La imagen prístina del intelectual inmaculado. La compañía perfecta en el acto multitudinario que sanciona, con la mera presencia, el valor de lo expuesto.
Avanzo entre una multitud de desconocidos. Pareciera que se mueven al unísono en dirección a un rincón del recinto cuya relevancia ignoro. He sorteado ya al rezagado que permanece ensimismado pese a los gritos de urgencia de sus conmilitones. Deprisa, deprisa. Entiendo que es la última oportunidad que tengo de asistir a aquel evento cuya inauguración tuvo lugar un mes atrás. Se trata de saldar una deuda con mi maestro al que prometí que no dejaría de ir cuando tuviera oportunidad. Hoy es el día. Sostengo el paraguas con la mano izquierda mientras saco la billetera con la derecha de la que sobresale el billete exacto. La lluvia ha arruinado el paseo que quería haber dado para llegar a aquel lugar. Molesto por el cambio de planes entro en la gran sala. La belleza lo invade todo y enseguida se impone sobre mi estado de ánimo. Ahora entiendo lo que me quiso decir, su insistencia en que asistiera. Las lágrimas invaden mi rostro, pero dentro no llueve.
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