Segmentamos el tiempo con empeño, separamos las gavillas de trigo de las horas y las eras con voluntad de orden, de concierto? y a veces la nota disonante nos dice que la prisa es el veneno con el que nos embrutecemos para no sentir el paso del tiempo. Estaciones que se suceden a lo largo de las vías y el verano madura en los racimos, se angosta en los rastrojos del espigadero mientras el agua bendita cae, a veces, con tanta fuerza que se lleva por delante riadas y torrenteras en las que construimos la constancia de la prisa y de la seguridad de lo efímero? es que aquí no llueve nunca? y como por el año mil corren las aguas por donde solían ir, la riada lo cubre todo de lodo y de falta, y el Levante primoroso de casas y huertas se anega del todo, rumbo al mar el torrente impetuoso?
Pasan los días y llega el otoño con sus tardes más breves, con su calor que mengua mientras el cuerpo pide el abrazo suave de la chaqueta. Vienen los días de los cuadernos limpios, los lápices afilados, los estuches repletos. El año empieza ahora con su mochila llena de libros por estrenar, de plástico que sabe a buenos propósitos y a beca concedida, porque beca es poder ir a la escuela y encontrar el pupitre donde nada cambia porque siempre está ahí la mariposa en el estómago ante la puerta del colegio, los pequeños que lloran, las madres y los padres que se vuelven para una última mirada? qué mayor es y ya va a hacer bachillerato, si hace bien poco era yo la que llevaba la mochilita de la merienda, las pinturas gruesas, el cuaderno de los niños de infantil, ficha colorida? mi hija era una niña que aún no había cumplido los tres años, una muñeca de rizos rubios y mirada atenta a todo lo nuevo en aquella escuela de Torrejoncillo que mañana visita la Reina, una escuela de escaleras empinadas que a mí siempre me dieron miedo aunque por ahí nadie se caía porque los maestros insistían en bajar y subir con orden y concierto? el que era más cacofónico allí en el instituto, un edificio recién hecho cuando yo llegué, blanco y bello entre los olivos.
Mi tiempo de Torrejoncillo era armónico y lento. La casa estaba entre la escuela de la niña con su cigüeña en el tejado y el maestro Julián en la clase de los pequeños y el instituto recién construido, blanco y moderno. Allí el tiempo se ponía sobre las torres de la iglesia y las encinas lejanas donde se adivinaban las montañas que me separaban de Salamanca. Un tiempo de calma, un tiempo sin ruidos, sin prisas, atenta a la sucesión de las estaciones con ese ritmo lento de los días sabios. Mi tiempo en Salamanca tiene prisa, y suena la alarma del despertador, el timbre del instituto, mi propia condena de obligaciones. Y corro de un lado para otro, conejo de Alicia mientras mi hija, más calmada, se toma su tiempo sin reparar en que esta es su primera semana de mayores, ahí en el instituto donde hemos parcelado el tiempo en columnas dóricas, jónicas e imposibles. No nos salen los horarios y el tiempo se ríe de nosotros con el fragor de las hojas del calendario, el golpear de las agujas que recorren una esfera partida en tantas horas? horas en las que sentir que se escapa el hálito de lo bueno, verano lleno de mar y de cielo.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez.
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