Cuando se ve la vida a las puertas de la jubilación es inevitable que se acumulen un sinnúmero de experiencias protagonizadas por personas diferentes. Dentro del barullo inicial que generan los recuerdos al evocarlos, no hay duda de que un lugar prominente lo ocupan quienes ejercieron una influencia significativa, fuera en un momento puntual o a lo largo de un lapso más o menos duradero. En ese ámbito es recurrente la figura de aquellos que desempeñaron una tarea magisterial especial. No hay nadie que no haya tenido maestros. Sin embargo, esta figura adquiere un sentido muy particular para quienes, como es mi caso, se dedican, de por vida, a la docencia.
Al echar la vista atrás no me resulta muy difícil identificar a mis maestros que hoy reconozco con admiración y agradecimiento. Fuera en el colegio de los salesianos del Paseo de Extremadura, en las aulas de la Universidad Complutense, en el Colegio de Europa de Brujas, en Chapel Hill, y en muchas otras instituciones donde llevé a cabo estancias de investigación y de docencia. En estas últimas encontré a personas a lo largo del tiempo que considero maestros. También los tuve durante los cinco años que permanecí en el Banco Exterior de España, así como en mi larga década de intensa actividad deportiva. Podría nombrar a medio centenar de personas sin cuya influencia directa no sería quien soy.
No obstante, cuando hablo en singular, mi maestro es Antonio Lago Carballo, a quien conocí en la madrileña Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, en octubre de 1975. Él fue entonces mi profesor en la asignatura de "Regímenes políticos de Hispanoamérica" y siguió ejerciendo su magisterio sobre mí, de manera continuada, hasta su fallecimiento. Son pues cuatro décadas de una relación constante, sin interrupciones, en las que no dejé de aprender con Antonio. Su desaparición me sumió en una profunda orfandad de la que apenas me he recuperado y que, quizá, se viese mitigada si no fuese por el terrible error que cometí cuando, por desidia o quizá por timidez, no fui capaz de encerrarme con él para grabar buena parte de lo que me había ido contado, a lo largo de tanto tiempo, sobre su vida, la del país, la del mundo. Ello pesa aún en mi fuero interno. El torrente de anécdotas, que parecía no tener fin, hubiera querido ampliarlo preguntándole por detalles que sólo su fabulosa memoria era capaz de retener: lugares, personas, coyunturas históricas. Todo bañado con su humor, su bonhomía, su inteligencia.
Entre las muchas facetas de la manera de ser de Antonio hay cinco aspectos que han tenido una influencia capital en mi vida, guiando mi comportamiento hasta extremos insólitos. En primer y más relevante lugar se encuentra su pasión por Hispanoamérica, algo inequívocamente ligado a su identidad como español, de ahí el término que prefería usar frente al de Latinoamérica sin que, en absoluto, hiciera ascos a este segundo. Hoy sé de forma fehaciente que no se puede ser uno sin lo otro. Ello se traducía en la necesidad de conocer la historia, el pensamiento, la literatura, la gente, el espacio físico. Frecuentar las visitas, empaparse de los acentos, dejar pasar el tiempo caminando por los cascos antiguos de las ciudades.
En segundo lugar, su talante liberal echaba por tierra los estereotipos acuñados por la simplificación schmittiana del "amigo-enemigo". Hijo de una época bien concreta de la historia de España, de una tierra fronteriza a camino de lo gallego y de lo castellano, y testigo vital de un periodo especialmente dramático, su comportamiento, lejos del encasillamiento oficialista, fue el de un hombre abierto, comprensivo y tolerante. Su bigote, a la moda del régimen al que desde lejos le asimilaba, era más un símbolo de coquetería que de militancia.
En tercer lugar estaba su capacidad de establecer redes. El ingente conocimiento de personas por doquier llevaba a Antonio a ponerlas en contacto por el prurito de la propia ampliación de los contactos, pero también por un fino sentido de la utilidad. Él sabía que todo el mundo necesitaba de todo el mundo. Se trataba de que la gente multiplicara sus activos, complementara sus déficits. En esa tarea de intermediación tenía la sabiduría y magnificencia de situarse en un segundo plano. Como un consejero florentino, su labor terminaba cuando el encuentro se llevaba a cabo, sin pretender nunca salir en la foto.
En cuarto término, poseía una inquietud intelectual que le hacía estar al día de lo que se publicaba en una amplia gama de temas, entre los cuales la cultura era el eje primordial vinculado en sus ramificaciones sociales y políticas. Era un hombre del Renacimiento, nada humano le era ajeno. Esta avidez se proyectaba asimismo en su infatigable compromiso con el trabajo. Conferenciante brillante, incorporaba a sus charlas eruditas una enorme cantidad de historias, de sucesos que amenizaban sus exposiciones. La posterior transcripción de sus textos los convertía en piezas literarias precisas y magníficamente escritas, como se puede comprobar al releerlas.
Por último, y sin querer por ello decir que fuera lo menos relevante, Antonio era la generosidad en persona. La puerta de su casa siempre estaba abierta. Gobernada con tino y exquisita amabilidad por Berta, en la mesa invariablemente cabía la posibilidad de añadir un plato más. El tiempo no tenía cortapisa alguna para escuchar al amigo, al estudiante recién llegado de América. Hablar de lo divino y de lo humano, sin usura, y, sobre todo, escuchar.
Al finalizar mi breve testimonio, imaginando la socarronería con que Antonio haría una sutil burla de lo aquí expresado, me asaltan dos temores: la incapacidad de aprehender su personalidad y su quehacer en un espacio tan limitado y el reto que sigue suponiendo para mí, en este momento del camino, estar a la altura de mi maestro.
Publicado en Marisa Navas (2019). Antonio Lago Carballo. Un hombre de concordia. Madrid: Marcial Pons, págs. 131-133.
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