El pesimismo lleva algún tiempo instalándose entre nosotros. Y reconozco que yo también me he dejado llevar por él. Incluso desde un punto de vista no sé si apocalíptico o patológico de creer que esto va a acabar como el rosario de la aurora.
Y, de repente, he visto que no hay motivos para ello. Quien va a acabar criando malvas soy yo, por razones puramente biológicas, y mientras tanto me he hecho un viejo cascarrabias simplemente porque ya no domino como antes ni mi cuerpo, ni los avances tecnológicos y ni siquiera a aquellas personas o acontecimientos sobre los que antes tenía algún control.
O sea, no es que el mundo vaya mal, sino es que soy yo.
Ni España ni Europa ha vivido nunca tantos años de paz como ahora. Ni tanto bienestar. Ni tanta igualdad. Ni tanta libertad, incluidos quienes practican comportamientos antes considerados degradantes o delictivos. ¿Qué más podemos desear?
Lo cierto es que el mundo se ha vuelto más vertiginoso. Y, por supuesto, impredecible. No tenemos certidumbres sobre nada: ni de la continuidad de nuestro empleo, ni de una evolución política llena de sobresaltos, ni de la estabilidad de nuestras relaciones familiares ni, en el caso español, de la continuidad de un Estado amenazado de escisiones y falsedades varias.
Echando la vista atrás, peor lo tuvieron nuestros antecesores, enzarzados en guerras sin sentido, con matanzas seculares, sea a causa de conflictos armados o de epidemias devastadoras, con su trabajo en el aire debido a la revolución tecnológica, emigraciones masivas, exilios forzosos, corrupción cotidiana? Todo un planazo, vaya.
Por eso, los males y las dudas de ahora, sea sobre el futuro de Europa, la unidad de España, el cambio del paradigma religioso, el nuevo equilibrio político mundial, las expectativas laborales o las costumbres sociales que vienen no serán peores que los abruptos sucesos que nos costaron dos guerras mundiales, una inacabable guerra civil en España y la desmemoria colectiva sobre nuestro pasado colectivo, salvo el episodio forzoso de una dictadura que acabó, por suerte, hace casi cien años.
O sea, que tenemos motivos para sonreír.
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