Nunca olvidaré aquella escena en Venecia. Estábamos en un café al lado del puente Rialto, nos tomábamos una cerveza. Detrás de los cristales veíamos el Gran Canal, mirábamos pasar los vaporettos. Otro día habíamos estado en la orilla de enfrente con una botella de vino, conocimos a una argentina que daba vueltas por Europa, mirábamos una virgen borrada que habían dibujado en el puente. Le llamamos la Virgen sin Rostro.
Delante de nosotros en el bar había una pareja de jóvenes japoneses. Ella durante horas estuvo mirando el móvil sin hacer caso de lo que tenía alrededor. El joven miraba en todas direcciones, se aburría, se puso a hablar con otros jóvenes de otra mesa. Y durante todo el tiempo que estuvimos allí su compañera ni lo miró.
La absorbía tanto lo que tenía en el móvil que no le importaba Venecia, ni el puente Rialto, ni el interior del café con encanto, ni su compañero de viaje. Venecia con toda su belleza no existía para ella. El mundo entero no existía para ella. Creo a menudo que estos que llaman Smart Phones y más bien son teléfonos imbéciles asesinan el mundo, lo escamotean todo, nada existe menos el móvil. Antes eran para llamar. Ahora son para sustituir al mundo entero. Y las gentes caminan zombies por las calles sin mirar a su alrededor.
Para qué hablar de cuando en un sitio no me atienden porque están hablando por el móvil. Para qué recordar cuando el niño quiere cruzar la calle y la madre está hablando por el móvil. Para qué decir si estoy en un café con alguien y se pasa todo el tiempo hablando por el móvil. Pienso que algunos cuando follen estarán hablando por el móvil.
Demonios ¿y la gente no se da cuenta de nada? ¿No se dan cuenta de que Venecia no importa, la cerveza no importa, tu amante no importa, tu niño no importa?
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR / Foto de Consuelo de Arco: Venecia flotante
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