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Ausencia
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Ausencia

Actualizado 10/06/2019
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Se fue. Y te dejó con un gran hueco que no cubre su memoria, por muy viva que se mantenga y por mucho que trates de desviar su recuerdo. Aunque en realidad no quieres. En los últimos tiempos estaba sin estar. No era ya esa persona que ocupaba el espacio todo. Se movía a duras penas y ni se daba cuenta de quien estaba a su lado. Pero tú no desviabas los ojos, como para alargar un poco más el tiempo.

Cuando eras pequeño creías que lo tenías todo, porque no conocías más. La brisa era suave y cálida. Te bañaba al atardecer, en un barreño verde con agua tibia, en las largas tardes de junio. Chapoteabas con fuerza porque te gustaba ponerla a prueba. Estabas explorando los límites. Sopesabas su paciencia. Y sabías que no se iba a enfadar de verdad. Sólo algún aspaviento que te haría reír a carcajadas.

Luego, siendo más mayor, te llevaba de la mano, con atención por si oía algún motor de los escasos vehículos que podían pasar o los cascos de una mula golpeando rítmicamente el polvoriento suelo. Si acaso os parabais a comprar en alguna tienda que hubiera por el camino y allí estabais un rato. El suficiente como para que el grupo de mujeres se pusiera al día de las novedades: que si esta se casaba, que si aquél había puesto en venta aquello, que Fulanita parecía embarazada. Cosas cotidianas.

Llegabais y enseguida venía él, con ganas de hijo. De mostrarlo a los amigos. Por eso te sacaba de nuevo y te llevaba a unos de los bares cercanos en donde, tras llenarte de admiraciones por lo mucho que hubieras crecido, te daban caramelos y te ofrecían helados. Los mejores del mundo. Nunca lo has dudado. ¿Qué se habrá hecho de esos helados que el tiempo ha desperdigado?

El parte sonaba en la radio mientras preparaba la comida. Sin cerrar la puerta, siempre abierta a quien quisiera entrar. Sin necesidad de timbre. Quien entrara sabía bien que tenía que llamar a viva voz y enseguida recibiría la respuesta hospitalaria, porque nadie era ajeno a esa casa y todos eran bienvenidos. Hasta la cocina. Humilde y provista a medias de lo que la posguerra permitía.

Creciste en ese mundo pequeño. Te enamoraste pronto viendo pasar a esa chica prudente con sus amigas. Te acercaste a ella, como haciendo una excepción, para saber qué voz tenía, cómo respondería a tu inexperiencia y a tus galanterías.

Un día te fuiste a estudiar fuera y sólo iban y venían cartas, escritas con mano temblorosa. De ella venían recomendaciones y las preguntas esperables, enviadas con todo el corazón que se entrega a un hijo único. No preguntabas por esa chica, porque a ella le escribías a menudo. Sabías que en unas pocas semanas te la volverías a encontrar en el paseo y quién sabe lo que ocurriría.

Dejaste la carrera porque te interesó más el trabajo que te ofrecieron durante las vacaciones y te casaste y la vida pasó en un soplo. Ahora estás sentado a la sombra de un lánguido verano, con los ojos bañados de melancolía, mientras suena en el viejo tocadiscos alguna obertura de Von Suppé, que de tanto oírla no necesitas escuchar.

No hace tanto que ella estaba ahí, sin saber qué estaba. Absorta en alguna melodía rítmica que aún la ligara a la vida. Tu sentías su compañía en ese mundo ya no tan pequeño. Te bastaba saber que estaba ahí, aunque ya no te reconociera. Y ahora que no está, no consigues llenar su ausencia, por mucho que recuerdes los detalles de tu vida entera.

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