Un negrito contemplaba extasiado al vendedor de globos en la feria, quien, en un determinado momento, soltó varios globos: rojo, azul, amarillo, blanco... Todos remontaron el vuelo hasta que desaparecieron.
El niño, sin embargo, no dejaba de mirar un globo negro que el vendedor no soltaba en ningún momento. Finalmente, le preguntó: "Señor, si soltara usted el globo negro, ¿subiría tan alto como los demás?".
El vendedor sonrió, soltó el cordel con que tenía sujeto el globo negro y, mientras éste se elevaba hacia lo alto, dijo: "No es el color lo que le hace subir, hijo. Es lo que hay dentro".
Lo que hay dentro, el Espíritu, es el que nos da vida y fortifica.
Dios sopló en el rostro del ser humano un aliento de vida. La persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. La tradición de la Iglesia oriental y occidental es unánime al afirmar que aquel que imprime en el ser humano la imagen de Dios es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu no hay vida.
El Espíritu ha estado siempre presente. Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, estuvo asistido siempre por el Espíritu (Mt 1,20). Lo recibió de modo único en su concepción virginal (Mt 1,18-20), en su bautismo (Mc 1,10), en su actividad pública, en la cruz (Hb 9,14) y en su resurrección, que fue por el poder del Espíritu (Rm 1,4). Jesús, "ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo" (Hch 10,38).
Toda la vida de María fue vivida bajo la acción del Espíritu Santo. Así se lo anunció el ángel: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35). María comunica el Espíritu con su presencia. Apenas escuchó Isabel la voz de María, ella y su hijo quedaron llenos del Espíritu Santo.
El Espíritu ha estado y está muy presente en la Iglesia. Cuando Jesús muere, "entrega su Espíritu" a Dios y lo transmite a su Iglesia (Jn 19,30). En el Nuevo Testamento la presencia del Espíritu se expresa de muchas maneras: por las diferentes manifestaciones de Pentecostés (Hch 4, 31), por los profetas, doctores... Tanto Jesús como los apóstoles evangelizan con la fuerza del Espíritu. Él es quien, en definitiva, "hace la Iglesia", quien hace posible la comunión superando las distancias, barreras y divisiones. Gracias al Espíritu, la Comunidad cristiana crece y se desarrolla. "Hemos sido bautizados en un solo Espíritu para ser un solo cuerpo" (1Co 12,13). El Espíritu nos hace hijos en el Hijo.
El Espíritu es vida, es fuerza, es consuelo.
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