Apenas acababa de festejar su vigésimo aniversario en 1598, el príncipe Felipe el Piadoso fue proclamado rey a la muerte de su padre. Ese año contrajo matrimonio con su prima Margarita de Austria que no había cumplido aún los catorce. En los doce años que estuvieron casados tuvieron ocho hijos, hasta que en el parto del octavo la reina entregó su alma al Señor.
Se alzaron índices acusando a Rodrigo Calderón, secretario del duque de Lerma, de haberla dejado morir sin asistencia por los enfrentamientos que mantenían. Pero no se pudo demostrar ese extremo. Probablemente al Piadoso le hubiese gustado ser príncipe toda su vida -fue un hombre inteligente- y dedicarse a bailar en las fiestas, a jugar a los naipes o al ajedrez, a cazar en los cotos reales, a púlpitos y a palios, a misas y a plegarias[1] y a complacer a Margarita, Habsburgo como él.
Claro que un hombre de vocación tan marcada no iba a dejar que unos vasallos le echaran a perder la juventud. Por eso le pasó los cuidados del Estado, y sus problemas, a un individuo llamado Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, junto con algunas recomendaciones: conservar los territorios que había heredado de su padre, ser portavoz de buenas noticias y guardar caridad con sus súbditos.
Afirman los que le padecieron que la ignorancia de Francisco de Sandoval sólo era comparable a su soberbia. En 1601 el concejo vallisoletano sobornó al valido para que trasladase la capital del reino a la ciudad del Pisuerga. El descaro del duque llegó al extremo de utilizar a varios religiosos para convencer al rey.
Cinco años después fue la villa madrileña la que compró con más dineros al codicioso Sandoval. Algunos autores afirman que el monarca también estuvo implicado en el traslado definitivo de la corte a Madrid, donde se multiplicaron los artificiosos montajes para distraer el tedio real.
Para cumplir la tercera recomendación real: "Sé caritativo con mis súbditos", y teniendo en cuenta que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, se echó a robar con un entusiasmo tal que no hubo fortuna que se sintiese a salvo, ni cargo que no fuera vendido, o mercedes que no cambiaran de mano por unas talegas de oro o unas fanegas de tierra.
Cuando la corrupción había emponzoñado la corte convirtiéndola en costumbre, el duque de Lerma y sus secuaces decidieron expulsar a los moriscos de las Españas. Era 1609 y el plazo que les diera Felipe II para su integración había expirado. Cuando el rey ya no pudo desoír el clamor popular que reclamaba la cabeza del abominable Francisco de Sandoval y Rojas y se vio obligado a destituirlo para aliviar el reino.
Todo quedó en casa porque nombró para el puesto al duque de Uceda, hijo del de Lerma. Sandoval y Rojas se cobró las mercedes, favores y beneficios que había concedido a la Iglesia haciéndose investir cardenal[2]. Tomar posesión del capelo cardenalicio fue su carta de amparo, porque una vez muerto el rey a los cuarenta y tres años, su hijo Felipe IV, designó como nuevo valido al conde-duque de Olivares, que desencadenó un proceso contra el duque ladrón hasta llevar a la horca a sus colaboradores[3].
Él se salvó de la soga por la dignidad eclesiástica de su cargo, aunque lo confinaron en Tordesillas y tuvo que devolver gran parte del botín. Lo que no pudo evitar es que el pueblo, que contemplaba con ojos atónitos las piruetas de la vida, cantase aquella copla: "Para no morir ahorcado el mayor ladrón de España se vistió de colorado".
[1] Aseguran que rezaba nueve rosarios diarios, uno por cada mes que pasó Jesús en el vientre de su madre.
[2] Para ser purpurado no es preciso tener votos ni estar ungido y ordenado.
[3] Con ánimo de eliminar la corrupción anterior además de confinar en Tordesillas al de Lerma puso preso al duque de Osuna, desterró al padre Aliaga, confesor de Felipe III, y llevó a la horca al orgulloso Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias. El conde de Villamediana le hizo unos versos: "Aquí yace Calderón: pasajero, el paso ten, que en hurtar y morir bien se parece al Buen Ladrón".
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