Antes de que Jesús expirara en la Cruz, su Iglesia estaba condenada a sufrir los continuos embates del odio. Es su sino. Con mayor o menor crueldad, siempre será el blanco de los intransigentes, de los que no perdonan, de los que desconocen lo que significa el amor al prójimo. Ya en las catacumbas se perseguía a los cristianos como ciudadanos provocativos. En medio de un ambiente hedonista, no era de recibo la actitud de unos raros individuos que propugnaban el amor contra el odio, la moderación contra el abuso, la continencia contra la lascivia, o el perdón contra la ofensa. Entonces -como ahora- ese testimonio venía a echar por tierra una forma egoísta de entender la vida. Se trata, unas veces, de simples amenazas u ofensas "de palabra" -apoyándose en redes sociales o a base de pintadas-, otras, se llega a la provocación obscena en templos o actos religiosos, pero, por desgracia, hay demasiadas ocasiones en las que el odio deriva en cruel asesinato de personas cuyo único delito es creer en Dios. Han pasado XX siglos y el rechazo persiste. Si tanto tiempo de inquina no ha sido capaz de acabar con el cristianismo sino que lo ha convertido en la religión con más seguidores en el mundo, eso quiere decir que la continua beligerancia de los intransigentes, por más que lo intenten, nunca podrá acabar con la presencia de Dios.
Muy a nuestro pesar, la actitud de los pueblos suele ser recurrente. Muchas veces nos empeñamos en disfrazar el pasado, no como sucedió sino como algunos se esfuerzan en mostrarlo. De una u otra forma, la historia se repite, aunque a veces sea en su peor faceta. Por mucho esfuerzo que se haga, es imposible comprender cómo el odio puede conducir a un ser humano hasta la barbaridad de eliminar a un semejante, por la simple razón de ser "de los otros". Tener la sangre fría necesaria para acabar con la vida de seres inocentes, sin pararse a analizar su forma de pensar, equivale a estar poseído de un rencor debidamente alimentado. Ni con el lógico avance de la cultura se ha conseguido respetar la libertad religiosa de cada cual. Cada vez somos más cultos pero menos tolerantes. En cuanto el hombre decide "meterse" a político, cree tener derecho a decidir lo que es bueno o malo, y no le duelen prendas para subvencionar la hostilidad a la religión -curiosamente con mucha mayor saña cuando se trata de la católica- con el fin de llegar al nihilismo que pregonaba Nietzsche. A la llamada sociedad progresista le estorba tanto la religión como la moral ancestral, y para ello hay que acabar con la creencia en un Dios Creador y Salvador. Cualquier aproximación a ideas inmutables es rechazada por retrógrada. Lo que vende es poder acoplarse a los valores políticamente correctos, sin darse cuenta de haber prescindido de lo verdaderamente importante.
Hemos llegado a tal estado de cosas que en muchos medios de comunicación se tiene interés en ofrecer la imagen de una Iglesia interesadamente funesta. Se manipula y tergiversa la verdad para llegar a retratos caricaturescos, sin pensar que esa iglesia de las debilidades y los escándalos -que los hay, como en toda obra del hombre- es la de cada uno de nosotros, no es la de Jesucristo. Es verdad que no siempre las personas que representaban a la institución fueron merecedoras de la confianza de sus feligreses. La Edad Media y parte de la Moderna, junto a grandes figuras del pensamiento y de la mística que están en los altares, constituyeron la etapa más mundana de una institución comprometida con lo divino. Sin embargo, la verdadera Iglesia, aquella de la que se habla mucho menos, es callada y anónima, está en hospitales, en leproserías, en residencias de ancianos, al lado de los enfermos, en comedores de Cáritas, en misiones por todo el mundo, con las personas sin hogar, en voluntariados? siempre con los que más ayuda necesitan y menos atención reciben. En la Iglesia Católica sabemos que hay pecados, corrupción e inmoralidad, pero también sabemos que es la única institución que puede solucionar esa situación.
La religión no es una herramienta de odio sino un lazo de paz, pero en España no íbamos a ser menos que nadie. Desde que nos llegó la noticia de un nuevo Dios, desde fuera y desde dentro, se sigue atacando a la Iglesia como institución y, de paso, a los católicos. Con mayor o menor virulencia, hemos pasado etapas muy difíciles, selladas muchas veces con la sangre de mártires que ha regado la fe de sucesivas generaciones.
Las ansias de protagonismo y el deseo de aparecer como más progresista que los demás, manejan las voluntades de gente sin personalidad. El odio enfermizo a la iglesia muchas veces sobrepasa las palabras y desemboca en acciones. La proximidad con Francia y su Revolución estimularon en España los movimientos de rechazo al catolicismo y adquirieron su punto más álgido durante la Segunda República. Para la izquierda española, la Iglesia Católica se convirtió en el enemigo público número uno. Esa etapa que nació como solución a los muchos males que aquejaban a la nación, acabó en el más absoluto caos. La falta de autoridad y la influencia de corrientes populistas anti sistema dieron al traste con las buenas intenciones de los pocos políticos sensatos de la época. Eso sí, lo primero y principal de una República que se precie es acabar con cualquier asomo de religiosidad. La justicia, el orden, la ley, la educación o el bienestar podían esperar, las iglesias y los curas no se podían tolerar. Aquel rebrote de odio acabó en tragedia, pero se ve que no fue suficiente. Ahora se pretende volver a revivirlo y, por supuesto, estorba la Iglesia porque dicen que tiene mucho poder, cuando les falta añadir que ese poder es para acercarse al más necesitado. Estorba la clase de religión porque no se cree en la libertad religiosa, estorban las procesiones porque pueden herir susceptibilidades, estorba la moral porque coarta el libre albedrío. El remedio, volver a quemar las iglesias y asesinar a quien no reniegue de Dios ¿Es eso lo que busca el nuevo progresismo?
En el colmo del revanchismo, ante la triste tragedia de Notre Dame, hay quien maldice que el incendio no haya sido en la catedral de La Almudena. Una cosa es ser laico y anticlerical, y otra muy distinta ser retrasado mental. Los intolerantes que piensen acabar con la Iglesia, pierden el tiempo. XX siglos no han sido suficientes y, con su actitud, cada vez acabarán pareciéndose más a esas mentes radicales que, cegadas por el odio, buscan su paraíso acabando con la vida de los infieles que no piensan como ellos.
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