Tuvo suerte. Se fue pero se quedó. Se fue muy cerca, tras la llamada de la universidad y para merodear un tiempito la calle Palominos con todos sus zumbidos de jóvenes secretos. Luego se aproximó más adonde nació y vio el primer furor de las luces que no necesitaban confesión. Diez minutos y ya está entrando en su casa -su primera casa- por la puerta de abajo. Posiblemente no use la entrada principal para no darse de bruces con el recuerdo de Germán que dejó su rastro al lado después de una muerte sola y un cariño que le hizo mucho bien a los dos. O tal vez para no pisar las pisadas de entonces, cuando todo estaba purificado por tantos nombres y tantos números del universo natural donde nació.
Murieron padre y madre. Murieron dos hermanos. Él sigue pronunciándose en todos los adioses, pero el nombre de Alberta lleva siempre una eternidad de agua dulce y un rostro de luz. Allí en la casa -su primera casa- hay un halo del roce amoroso y familiar que él vuelve por si acaso no se fue del todo. Cree que el cuerpo de la familia que un día estuvo allí encierra en su profundidad el remedio para cualquier mal.
Y al volver a casa -su primera casa- vuelve al pueblo que no necesita aprender. Se sabe su memoria, los gemidos veloces de los que se fueron antes de tiempo, ve cómo avanza la esterilidad por los mismos surcos de su juventud, el temblor sagrado de muy pocos niños ya. Parece que ha llegado la edad madura con sus noches donde el único rumbo es dejar que pase el tiempo, se cierren más puertas cada año, y si una ilusión nace será barrida sin remedio por las piedras de otro silencio más.
No sé cuándo dejó de ser José María para que le nombrasen Chema, un hombre joven cuajado de nostalgia de las cañadas y de los momentos que dejaron de ser provisionales para formar parte de la ingravidez inolvidable en la mutualidad de un pueblo que él quiere arropar con cada plenilunio de los que aprendió en la ciudad.
El caso es que la sagacidad de quien sabe buscarse hizo que un mayo, un junio, quizás todo el año, le condujo a entender que no se debe beber gratis la vida, que todo lo que había acumulado en ansias sin nombre era para despertar azoteas donde duermen los anillos de boda de todo un pueblo, de la gente que veía pasar los caminos sin andarlos, de quienes se habían olvidado de que para que los sueños entren en casa hay que abrir primero las ventanas.
Entonces se echó a vivir más todavía. Sumó a sus escalones los pies de los demás y el pueblo despertó para subir juntos no las escaleras del madero, sino la tiranía alegre de quienes tienen mucho que hablar todavía y se les estaba yendo el santo al cielo, ese que les esperaba para cantar, para abonar una tarde de resistencias ante la merma de las gallardas velas que antes les convocaban al porvenir que aún estaba vivo y esperaba.
Corrió de nuevo la brisa por las límpidas aceras y los pañuelos cantaron la canción de las manos unidas.
Cuando José María dejó paso a Chema, se ancló en el hombre la decisión de despertar a los hombres y las mujeres que quedaban, de recordarles que el sol sigue peinándose por Oriente, que vendrán más pájaros porque no tienen más remedio que venir, que no basta con convertir los corrales en jardines ni respirar trece veces por minuto, que hay que festejar juntos el oficio de vivir al menos una tarde cada junio.
A eso se ha entregado Chema Sánchez, un hombre que ama la poesía, la música, la palabra, los amigos. Y cada año pasa alguna noche en vela pensando en cómo pagar lo que debe. Y no ve otra forma que hacer lo que hace: devolver a su gente lo que acumuló cuando se fue a aprender tantas leyes y lo que se le quedó más en la cabeza fue una palabra: compromiso.
A un hombre se le mide por los amigos. El primer gesto de integridad se columbra cuando al volar sobre los posíos hacia la tarde de Juan de la Cruz, conserva los mismos que cuando la tentación de subir escalones se deja llevar por la lujuria soberbia de otras galaxias que quedaron atrás. Él nunca atendió a las berreas absurdas. Supo que entre los que se quedaron y él que se fue no existe más que la nada a la hora de decirse: yo existo porque sigo estando en ellos y ellos en mí. Porque no hay un solo olivo que pueda cambiar su pobreza por el sol de los naranjales.
Seguramente, como todos, añora el pan de la infancia. Y el hombre que le crece día a día ama la vida bautizada por la pureza de los pies de una mujer. Pero no pierde de vista que para ser un dios sencillo capaz de tocar el fondo de cada alma, ha de ayudar de vez en cuando a encender el horno de un pueblo que le necesita para el camino de ida, que el de vuelta ya llegará por sí solo.
Nació en abril, cuando a las vegas y a las besanas se les aparece ya la fe. Y desde ese rostro de lluvia no dejó de crecer palmo a palmo, sin un atisbo de estatua sino con las ganas de un corcel. Y ahora bajo sus primeras canas le nace un esponsal de arroyos. Y el corazón en llamas al sol de las antorchas de todos los vecinos. No tiene el republicanismo de La Barraca ni el mecenazgo del millonario franquista Conrado Blanco con sus Alforjas para la Poesía. Pero, igual que ellos, su destino es acercar lejanías.
Cuando yo me haya ido, le echaré de menos.
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