Enfermedad mental que se caracteriza por la aparición de ideas fijas, obsesivas y absurdas, (DSM V)
Vamos a ver Sánchez y señora Calvo, nos encontramos en Cuaresma, sí, ya sé que ustedes no son creyentes, en ese tema no voy a polemizar, lo mismo que no deben hacerlo con los millones de españoles que somos creyentes y practicantes, acatamos las creencias o no de cada cual y? aquí paz y después? Sacar al Dictador? como ustedes y los palmeros le llaman? Yo no le permitiría que así llamaran así a mí padre o abuelo, creo que a ustedes tampoco les gustaría que el suyo fuera recordado de forma despectiva ¿Es o no cierto?. Ese seño que descansa en el Valle de los Caídos, tiene nombre D. Francisco Franco Bahamonde, General de los EE.EE y Jefe del Estado durante 38 años, así, con respeto señor/a? Ahora viene mí pregunta ¿Hará mejor a la sociedad, comerán mejor los ciudadanos, se acrecentará el trabajo a los jóvenes, aumentará la natalidad, se construirán más colegios en vez de estar algunos todavía en barracones, por ejemplo en su tierra, la sanidad atenderá más rápido, se contratarán más personal, los autónomos tendrán las mismas oportunidades de baja paternal, frenaran el separatismo? Y me podría extender hasta el infinito. No entiendo porque habiendo tantos problemas por resolver, desenterrar a un muerto para volver a enterrarlo sea la prioridad de Sánchez y de usted, Calvo, son ustedes un desgobierno llenos de odio y rencor, a mis años nadie recordaba al General, pero ustedes no le han hecho resucitar "al tercer día" como Vizcaíno Casas, ustedes le han resucitado con mentiras,falsedades,respetando por el forro a la Justicia?un muerto que lo hizo en cama de de un Hospital de la Sanidad Pública, la que el mismo creó para suerte de todos los españoles. Ustedes están fuera de turno y se vanaglorian con sus repelentes y desaboríos "Viernes" no sacan nada que pueda ser sostenible ni a medio plazo. Buscan rentar en los próximos comicios con nuestro dinero "electoralismo" hacen lo que les sale del forro; Tarde de Cuaresma, me siento generosa, les doy la siguiente solución usen el borrador de memoria y así nos olvidamos de Franco, de Colón, Ponce de León, Magallanes, J Sebastian Elcano,Hernán Cortés,Blas Infante,"Los Últimos de Filipinas", y ponemos monumentos a Carrillo el asesino de Paracuellos ?en su tierra señora Calvo tiene varias calles juntito a la Pasionaria? Luis Company,mito vacio del nacionalismo, con 8000 asesinatos a sus huesos, en su mayoría obreros republicanos, Lenin, Marx, Hugo Chávez, Ortega, los Castros, ¿Cómo se hace para borrar la historia de un país? No se puede, ustedes le dan a la matraca en la TV que pagamos los españoles, no les va valer de nada, siempre habrá verdaderos historiadores que verán "el hecho" desde el paso del tiempo, jamás la historia se la entiende en el presente. ¿Que sería de la gran reina Isabel de Castilla? ¿Y el Descubrimiento? El hecho más grande que jamás tuvo lugar en la historia de ningún pueblo, pues hoy se avergüenzan, fuimos los malos malísimos. Siento admiración por USA, nación grande, da lugar preferente a los suyos, creo que muy pocos españoles pasarían la prueba, pasaríamos horas y años recordando la colonización.
Dejen señores sanchistas el pasado, trabajemos juntos por un presente que ya empieza a mostrar cifras rojas, y solo llevan desgobernando 8 meses?lo saben hacer muy bien? y busquemos para las nuevas generaciones un futuro seguro.
Un muerto enterrado hace más de 40 años nada aporta a la vida de los españoles y no conseguirán cambiar el curso de la historia. Tengan cuidado no les ocurra igual que los exploradores que buscan sobre la tumba de Tutankamon, ni uno sale con bien. Les dejo con mi paisana Dª Emilia que a buen seguro de "La resucitada" podrán sacar conclusiones interesantes
Emilia Pardo Bazán
Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.
Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios?, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.
Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena? Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.
Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó? Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.
Diez pasos hasta su morada? El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. « ¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme? Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:
-¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?
-Abre, Pedralvar, por tu vida? ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!? ¡Abre presto!?
-Váyase enhoramala el borracho? ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!?
-Soy doña Dorotea? Abre? ¿No me conoces en el habla?
Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito?
Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal-, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto? De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban? Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre? Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.
Desde su vuelta al palacio, todos le huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan? Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición?
Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla-, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura? En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.
-De donde tú has vuelto no se vuelve?
Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie?
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