Tenemos la religión del progreso rectilíneo, tenemos la superstición de que el futuro siempre es bueno. Todo lo que viene después siempre tiene que ser mejor. Y el que diga que no es un carca, un despistado, un ridículo.
Vamos por una carretera a toda velocidad, y aunque veamos que hay cada vez más baches, más piedras, más montones de mierda, más cadáveres en medio, tenemos que seguir adelante. Hay que seguir en línea recta pase lo que pase. Dar la vuelta y buscar otra carretera es ridículo, la gente se ríe de ti si lo planteas.
En los años veinte el futuro era el fascismo. En los años treinta el futuro era el mundo destrozado por la guerra. ¿Había que pensar que eso era mejor? ¿Había que apuntarse al futuro por encima de todo? Ahora parece que el futuro es cada vez más autoritario, más fanático, más intolerante. ¿Hay que apuntarse a él a pesar de todo?
¿Entonces por qué ha de ser bueno por encima de toda discusión que se mecanice la vida entera, que tengamos delante robots y no personas, que la gente no quiera saber nada más que de máquinas, que una tecnología apabullante nos complique cada vez más la vida, que una pijería tecnológica arrincone al común de los mortales? ¿Por qué creer a pies juntillas que un futuro de máquinas y no de seres vivos es bueno?
¿Por qué no dar marcha atrás en esta carretera cada vez más deshumanizada y ver si hay otra carretera donde las máquinas no lo aplasten todo, donde la gente no se olvide de la vida entera por pensar en las máquinas? ¿Lo posterior siempre es lo mejor? Perdonen, pero el disquete era mejor que el CD, se podía editar, borrar, rellenar y el CD no. Y así tantas cosas. Ah, pero qué ridículos somos los que dudamos de ese futuro infalible.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR
IMAGEN : CHARLES CHAPLIN, TIEMPOS MODERNOS
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