El pregón fue pronunciado en el acto celebrado en la tarde del jueves en el Teatro Nuevo Fernando Arrabal
Hace muchos miles de años el homo sapiens llegó a la Península Ibérica procedente de África. Lo hizo a pie, por Gibraltar, que entonces no era un estrecho sino un istmo que unía los dos continentes. Y junto a la hueste humana venía la horda bovina. Como es lógico se asentaron en los territorios más fértiles. Lo digo en plural porque entonces el humano tenía al bovino en muy alta consideración. Por ejemplo, el rey Cadmo, cuando llegó a Grecia desde Asia Menor, persiguió a una vaca ensabanada, obedeciendo instrucciones de la diosa Atenea, para que cuando se parara a descansar, en dicho lugar fijara su reino, la ciudad de Tebas. Muchos siglos después, René Girard, un antropólogo francés, informó que en pleno siglo XX bosquímanos africanos, cazadores-recolectores, seguían haciendo lo mismo.
Pero en la Península Ibérica del paleolítico ya existía otra especie humana, el neandertal, y también otro bovino, el uro europeo. Quizá ambos mantenían la misma relación de respeto y distancia. Y quizá, o sin quizá, Sapiens y Neandertales, uros y bovinos sin joroba, se combatieron y también se cruzaron. Así lo prueba el ADN de unos y otros.
La coexistencia distante del hombre con el bovino se fundaba, evidentemente, en la peligrosidad de este. Y el respeto, en que el toro era para el hombre un paradigma y un misterio: se asentaba en los terrenos más fértiles, era dueño de una potencia sexual desmesurada, se acoplaba con un gran número de hembras; lo caracterizaba una agresividad gratuita, pues era un herbívoro que atacaba a su presa y sin embargo no se la comía; tenía una cualidad benefactora, porque sus heces y orina fecundaban los campos; y estaba por encima de toda norma, no se sujetaba a ninguna ley, ni siquiera respetaba el tabú del incesto y vivía con naturalidad sus fases de mariconeo. Se situaba, como los dioses, más allá del bien y del mal.
Así consideraban al toro y a la vaca madre los vetones, primeros pobladores de los campos de Salamanca, de otras zonas aledañas de Castilla y de la Alta Extremadura. Cuando visité por primera vez Ciudad Rodrigo y vi su monumento al Verraco, repetido en otras muchas poblaciones vetonas, comprendí que su pétrea efigie plasmaba en piedra un viejísimo culto taurino. No en vano en el olimpo celestial de los vetones existía una divinidad llamada Cosus, que tenía forma de toro y era el dios de la guerra, de la virilidad y del tiempo atmosférico: temido por su agresividad, admirado por su potencia sexual y adorado porque protegía la fecundación de las cosechas en la tierra y desde el cielo. La relación de los habitantes del campo salmantino con el toro son así de antiguas. Estiman los historiadores de la ciencia que hace doce mil años, cuando se empezó a domesticar el bovino, en el campo de África y Europa se había empezado a contar antes de que se inventaran los números, como lo prueba la "tarja", un hueso o un tallo de madera, en el que hendían unas muescas que contabilizaban el número de reses poseídas, a veces separadas por columnas que, posiblemente, segmentaban las diferentes reatas. La primera tarja se encontró en el nacimiento del Nilo y su datación le atribuyó en torno a los 20 mil años. En el campo charro, las tarjas se usaron hasta el siglo XIX.
La sacralización del toro pertenece al culto de las religiones precristianas de la Península Ibérica y su influjo es tan fuerte que penetró durante muchos siglos en la liturgia cristiana de los españoles, pues sus poderes eran divinos. Cambiaba el sexo de los amantes cuando procedía, como muestra un viejo romance registrado en la provincia de Cuenca para que dos mujeres vivieran matrimoniadas; o salvaba del pecado de sodomía, como cuenta el viejo cronicón de la catedral de Santiago, que narra un curioso juicio de dios en el que un obispo llamado Ataulfo, acusado de sodomizar a sus esclavos, se redimió cuando lo encerraron con un toro y este se amansó, lo que para el cristiano demostró su inocencia y para el hombre del pueblo que el toro lo había curado de su condición sexual. Las fiestas sorianas son todavía hoy una comunión totémica, en la que el mozo más distinguido en la capea recibe como premio los testículos del astado, lo que recuerda a los platos de criadillas (la viagra de antaño) recomendados por sus galenos a Fernando el Católico cuando, ya maduro, se casó con la joven Genoveva de Foix. En la Edad Media, durante los tiempos de prohibición taurina, en Castilla se exceptuaba su abolición en las corridas de bodas, de señores y de vasallos, pues el contacto del humano con el toro propiciaba potencia sexual al varón y fertilidad a la hembra. Pascual Millán, escritor taurino del siglo XIX, describió las corridas de bodas en Hervás (Cáceres), en las que la novia y sus damas confeccionaban los engaños con tela blanca y las banderillas rizadas en blanco, y el novio y sus compañeros lidiaban y mataban al toro y después impregnaban su ropa con sangre del bravo para que les contagiara sus poderes.
Al Verraco de piedra, el toro de Iberia, descendiente del uro -¿sabían ustedes que el toro de lidia es el único bovino del mundo, con otros dos razas autóctonas hispanas, que guarda en su ADN parte del genoma del uro primigenio?- y descendiente también del ancestral bovino africano, lo sacralizaron y con él jugaron en Iberia desde tiempos primordiales, cuando la religión y el juego aún no estaban separados. Alfonso X, que era un rey sabio, intentó deslindar, en su Ley de las Partidas, el toro sacro del toro lúdico. Por eso, recomendó que lo combatieran los nobles para ejercitarse en la guerra, y desaconsejó que con él jugara el pueblo llano, en evitación de accidentes. Pero yo pienso que, como buen cristiano, le inquietaban aquellos juegos con reminiscentes creencias arcaicas. Ciertamente no le hicieron mucho caso. Y todavía en el siglo XVIII el Toro de San Marcos entraba en la iglesia tras un encierro conducido por el párroco, donde ya amansado y bien sujeto, se le bendecía. Bajo el reinado de Fernando VI se suprimió semejante rito.
Ciudad Rodrigo, la antigua Miróbriga, tiene todos los atributos de una población mítica. A través de su devenir se pueden verificar los ciclos decisivos que configuran la historia de España:
La romanización, que introdujo a sus primeros pobladores en la civilización global, tránsito simbolizado por las tres columnas que figuran en su escudo.
La repoblación castellana del campo vacío tras su reconquista, debida a Rodrigo González Girón, a quien debe parte de su nombre; su rango político y diocesano, gracias al rey Fernando II de León.
Las guerras comuneras, en las cuales los castellanos, y entre ellos los mirobrigenses Pacheco y Chaves, reclamaron al Emperador Carlos V, unos derechos políticos frente a su poder absoluto.
La existencia y expulsión de una potente comunidad judía, y el regreso de los luego conversos, cuyo influjo fue tan potente que sin él no se podría entender la cultura española. Por estos pagos vivió Fray Luis de León, profesor de la Universidad de Salamanca, y muy cerca, Santa Teresa de Ávila, también descendiente de conversos y nacida en territorio vetón. Y en estas tierras vetonas, concretamente en Gargantalaolla (Cáceres), sitúa otro hijo de sefarditas, Vélez de Guevara, el drama de la Serrana de la Vera, la única tragedia feminista del teatro universal.
Ciudad Rodrigo vivió en primera fila la guerra hispanoportuguesa que dio el reino de Castilla a Isabel Iª, artífice junto a su esposo Fernando de la nación española y la guerras de los siglos XVI y XVII, que configuraron el mapa político definitivo de la Península.
De Ciudad Rodrigo era natural Rodrigo Pacheco y Osorio, virrey de México. ¿Bajo su mandato se inició la charrería mexicana? Es un tema por estudiar. También era de aquí Isidro Robles, conquistador de Santo Domingo y, a las órdenes de Pizarro, de Perú. Son hombres que testimonian la presencia mirobrigense en la aportación más importante de España a la historia universal.
En Ciudad Rodrigo, que sufrió el cerco y toma de las tropas napoleónicas, se vive intensamente la guerra de la Independencia, con destacados guerrilleros mirobrigenses como Julián Sánchez "El Charro". La recuperación de Ciudad Rodrigo por el ejército aliado, comandado por el Duque de Wellington a quien se otorgó el título de Duque de Ciudad Rodrigo, fue el paso previo a la batalla de Arapiles, la última victoria de aquella guerra en la cual germinó la identidad política de España como Estado moderno.
Finalmente, también Ciudad Rodrigo vivió el drama de la guerra civil, esa partición de las dos Españas que resolvió el régimen democrático del 78, lo quieran o no populistas radicales de uno y otro extremo.
Es congruente que esta ciudad, desde la que se puede divisar toda la historia de la nación, se divise y escenifique anualmente el origen y la evolución de la tauromaquia, un juego del hombre y el toro que nace en la península en el principio de los tiempos y que continúa vigente en nuestros días, a pesar del acoso animalista y pese al silencio informativo que pretende alejarla de la sociedad. El carnaval del toro se abre con el encierro, pues correr es lo primero que hicieron los hombres delante de los toros. Los menciono en plural porque los toros en grupo no embisten sino que huyen. Y los hombres en grupo, a caballo y/o a pie, los conducen. Hay, pues, en esta común carrera un principio de toreo. Pero cuando el toro llega a la plaza, se disuelve el grupo, renace su instinto territorial y los hombres, uno a uno, brevemente, lo citan y entonces ya embiste. Para que la manada de toros y la tropa de hombres no se arremolinen en una masacre sin sentido, en Ciudad Rodrigo los toros se devuelven a su corral de origen. Y luego se los suelta, uno tras otro. De modo que las fiestas mirobrigenses comprenden el ciclo completo de los juegos de hombre con el toro: primero el encierro, segundo la capea y, tercero, la tauromaquia en festejos ya reglamentados.
Así, en el plazo de unos días, Ciudad Rodrigo expone el desarrollo de los juegos taurinos desde su origen hasta la última tauromaquia. Es la ciudad española que más puntualmente presenta el proceso evolutivo que desemboca en la corrida de toros codificada.
Como el principio de toda fundación, el de la tauromaquia parte de un caos original, cuando nada está creado y todo está separado, como el mundo antes de que la naturaleza fuera domesticada, como el humano antes de que espermatozoides y óvulos se unieran, como la civilización antes de que los hombres fundaran la tribu y después, la ciudad y después, la nación. Sí, toda fundación nace del caos. Hay dos imágenes taurinas que lo representan, una fotografía actual de Menacho de la plaza de Ciudad Rodrigo y un grabado de Carnicero de la plaza madrileña de la Puerta de Alcalá en el último tercio del siglo XVIII. Ambas expresan lo mismo, el origen. En la plaza de Ciudad Rodrigo, un hombre y un toro, recortadores al acecho y cuadrillas a la espera. En la de la Puerta de Alcalá, un toro y capeadores, banderilleros, varilargueros, muleteros, todos revueltos en una pre lidia caótica, sin tercios que la ordenen, antes de esa gran creación escénica que es la Lidia.
¿Qué es la lidia? Una representación dramática y artística, en la que el hombre consigue de la naturaleza agresiva, encarnada por el toro, su peligrosa colaboración para representar y restaurar lúdicamente, estéticamente, el primer acto humano de supervivencia, el inicio de su cadena alimentaria, la caza convertida en un acto escenográfico. En efecto, el combate del toro es geométrico, y con su silenciosa y lineal embestida el hombre descubre que puede jugar, curvarla, acoplarla a su mando y a su sentimiento. Pero dicha acción es algo más que un juego, pues en cada embestida hay un mensaje de muerte y en su resolución, un canto de vida iluminada: la creación de belleza en el marco de una peligrosa situación límite, esa frontera donde el hombre se define y el toro revela su misterio, la bravura. La lidia es un hecho artístico y un método de conocimiento que descubre valores humanos ?valor, razón, arte- y las misteriosas variables de la bravura. En el siglo XIX quedan definidos los tres tercios que revelan el toreo y la bravura, al torero y al toro.
En el primero, el de varas, que durante aquella centuria fue el tercio central de la lidia, se descubre la bravura del toro ante el caballo y el torero despliega un amplio repertorio de lances, todavía más de expulsión que de reunión, pues la agresividad del toro no había devenido aún en evolucionada bravura, la que logra paulatinamente el ganadero de bravo con anticipada intuición, pues impone en la selección del toro las leyes genéticas de la herencia antes de que Mendel las descubriera para aplicarlas en la agricultura y los ganaderos ingleses las utilizaran en el bovino de carne y leche, además con la dificultad añadida de que el ganadero de bravo lo hace bajo premisas etológicas muy complejas, las del comportamiento animal, y los otros, con resultados físicos fácilmente medibles.
En el segundo tercio, el de banderillas, se incita al toro a la carrera y a la embestida alta, que permiten la oxigenación de su sangre y su recuperación muscular tras su empeñada lucha con el caballo, mientras el banderillero practica un juego de equitativa simetría: dos rehiletes frente a dos pitones a cuerpo limpio y el bregador comprueba la calidad de su embestida.
En el último tercio, el de muleta y muerte, se certifican y evalúan los límites y variadísimos matices de la bravura, a la par que el torero consuma su reunión con el toro: cada pase un verso, cada serie una estrofa, cada faena un poema. Y cuando el torero ha dado cuanto podía y el toro ha dicho cuanto tenía que decir, llega el momento de la verdad, la suerte a cara y cruz del matador volcándose sobre los cuernos, toreando perdiéndolos de vista, el supremo riesgo que lo libera definitivamente del peligro y por ende, al público, el coro que con él se identificó durante toda la lidia. Así pues, la lidia sucede en tres planos, el primero etológico, es una indagación de la bravura; el segundo, dramatúrgico, cuenta la historia del hombre ante el peligro; y el tercero, estético, trata de cómo la destreza deviene en arte.
Esta lidia, dividida en tres tercios, es a la vez una obra escénica dividida en tres actos, en la que el torero representa la condición humana en el marco de una situación límite, la del hombre en peligro, cercado por un ruedo del que solo puede salir cuando haya dado muerte al toro. A su vez, el toro pierde en la lidia su identidad zootécnica, se convierte en otro símbolo, la naturaleza en su estado más agresivo, la naturaleza que nos nace, nos ataca y nos muere. El toro es la encarnación del destino del torero en el ruedo, en definitiva, el destino de todos nosotros. Por eso, matarlo es matar a la muerte que nos promete, afirmar provisionalmente el triunfo de la vida sobre el destino fatal. Digo provisionalmente porque la filosofía que subyace a la tauromaquia no es ingenua ni presuntuosa: sabe que después de un toro, otro toro nos espera. De ahí que el rito no sea macabro y sí festivo, pues describe el triunfo fugaz del hombre sobre la naturaleza, esa madre terrible y maravillosa. Pero no me gusta hablar de este pleito en femenino. La lidia es un combate entre machos, los hijos locos de la sublime diosa madre. Lo comprendo como un rito violento pero no cruel. La crueldad es la complacencia en el mal infligido a una víctima pasiva, maniatada, sin opción a defenderse. Y el toro, desde que sale al ruedo, es un agresivo emisor de peligro.
El pueblo, autor de la tauromaquia, fue dramaturgo sabio. Invirtió los papeles del hombre y el toro. Este, en principio víctima propiciatoria, adopta el rol del verdugo, y el torero, en principio el verdugo, adopta el de víctima. Para torear hay que aceptar la agresión del toro, dejar que penetre en tu terreno y dentro de él resolverla, templarla, poseerla y acariciarla. Se diría que la lidia es una función violenta contra la violencia: transformar la violencia en cadencia. Su trama consiste en citarla, reunirse con ella, someterla a la ley humana y transformarla estéticamente en arte. Es bravía la tauromaquia pero no cruel. Ante la situación de un hombre en peligro, los hombres, el coro que circunda al torero en la plaza, se solidarizan con su semejante en peligro. Cumplen una ley extensiva a casi todas las especies mamíferas, mucho más acusada en la humana desde que se escindió de la animalidad y nació la conciencia, hija de la razón según unos, o del alma según otros. La inteligencia taurina nos revela además otras cosas. Si bien es cierto que la impronta del toreo nos induce a identificarnos con nuestro semejante en peligro, el torero, también concluimos a posteriori que la bravura del toro cauteriza su dolor durante la lidia. Bien lo sabían los antiguos cuando se preguntaban "¿por qué el toro vuelve y vuelve al castigo tras ser picado?", y después se respondían, "porque el toro bravo no se duele al castigo". Les asistía un sabio sentido común, luego confirmado por la ciencia al descubrir cómo los procesos neurofisiológicos del toro durante la lidia bloqueaban casi instantáneamente los centros del dolor infligidos por los hierros del toreo.
Sobre estas bases dramatúrgicas y vitales se erige esa tragedia antitrágica llamada tauromaquia, en la que en el fondo no triunfan ni el hombre ni el toro, sino el toreo y la bravura que ambos representan: la vida iluminada del hombre que crea al mismo borde del abismo y el misterio insondable del toro que nos embiste sin que todavía sepamos por qué. La tauromaquia, como la vida, son dos hechos inexplicables.
Esta mañana, al atravesar la dehesa salmantina camino de Ciudad Rodrigo, y ver su campo de toros de lidia y de moruchos en libertad, he afirmado mi fe en la legitimidad de la tauromaquia que ha creado un ecosistema inigualable: 1'6 cabezas de ganado por hectárea, una esperanza de vida bovina de 3, 4 y 5 años para el toro de plaza, 15 o más para el semental; 2 para las vacas de desecho, 15 o más para las de vientre, un saneamiento y una nutrición animal incomparables, la muerte individual del toro en la plaza que mantiene el equilibrio demográfico de la dehesa. Y me decía mientras veía el ganado al pasar: la ganadería de bravo es un paradigma, la obra callada de unos incomprendidos ecologistas prácticos. Y me preguntaba: ¿Por qué estigmatizar a la tauromaquia con la culpa que nos producen esos miles de millones de bovinos estabulados en todo el mundo? A veces, en esos países antitaurinos, diez hectáreas albergan la vida contaminante de cuarenta mil reses atiborradas de antibióticos y de piensos de engorde, muertas luego en cadena, sin poder liberar, como el toro en la plaza, su instinto de conservación. Si ustedes atraviesan los campos de muchos países europeos, por no hablar de Brasil o los Estados Unidos, no verán un solo bovino en libertad. Tal vez en Suiza, dos o tres, para las postales. Están todos encerrados sin espacio vital, sufren una intensa manipulación nutritiva, no alcanza ninguno la esperanza de vida natural del bovino, mueren todos al año de nacer y antes, y apenas existe la cubrición natural. Pero no es de extrañar que el inesperado silencio de los animalistas ?excepto los veganos y los partidarios de la comida química- se cierna sobre sus vidas: la galopante demografía humana en grandes megalópolis lo impuso y justifica. Hará falta mucho tiempo y una nueva revolución tecnológica y agropecuaria que reordene la demografía humana y animal sobre la tierra para que el hombre y el animal encuentren su sitio, como ya lo ha encontró en el siglo XVIII el ecosistema de la tauromaquia.
Aquí estamos muy lejos de esa pesadilla. Aquí estamos en Ciudad Rodrigo, culta y señorial capital agropecuaria en el campo bravo de Salamanca. Y estamos en vísperas del Carnaval Taurino, unas fiestas que restauran la vigencia del encierro y la capea, los orígenes del toreo y el presente de la tauromaquia en sus festejos mayores, protagonizados por importantes diestros. Pero en su centro está El Bolsín, un clarinazo de juventud, el vivero que fue, es y será la renovación de la Fiesta. Las fiestas taurinas de Ciudad Rodrigo nos llevan a los orígenes del toreo, viven su presente y nos anuncian su futuro. Que Dios reparta suerte en el Bolsín de 2019.
Finalmente, quiero dedicar estas palabras a uno de los mejores toreros de la historia del toreo, Santiago Martín "El Viti". A Juan Ignacio Pérez-Tabernero, un gran ganadero que ha resucitado el prestigio de los legendarios "APÉS" Y a Miguel Cid, ex alcalde de esta ciudad, extraordinario aficionado y un político ejemplar. Nada más. Muchas gracias.
José Carlos Arévalo