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Algaradas
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Actualizado 09/02/2019
Ángel González Quesada

Una vez finalizadas (por el momento) las movilizaciones (más bien, inmovilizaciones) del colectivo de taxistas en Madrid y Barcelona (de facto o in pectore apoyados por muchos de sus colegas de otras provincias y, sorprendente y lamentablemente, por algunos partidos llamados de izquierda), se ha escenificado con crudeza el penúltimo acto del intento público de paralización social (de evolución social) en el ámbito y ejercicio de los derechos laborales, de aplicación de los avances tecnológicos y de comprensión, adaptación y asimilación de las nuevas formas de comunicación interpersonal, buscando hurtar a los ciudadanos las mejoras que hacen más competitivos los mercados y, por ende, más accesibles los servicios.

Además de la natural dificultad de comprender el sentido de una huelga así, una de las particularidades de las movilizaciones, bloqueos, coacciones e intimidaciones de los taxistas, ha sido el componente de grosería y tosquedad tanto de sus intentos de explicación como, también, de peticiones y/o reivindicaciones de sesgo radical, que han buscado siempre la coerción, la limitación, el chantaje, el recorte y la reducción de los derechos y acciones de sus competidores.

La emocionante historia de la lucha, crecimiento y estructura de los movimientos de defensa de los derechos de los trabajadores y de la solidaridad laboral, que dio en su tiempo lugar a la creación del sindicalismo moderno (hoy, en este país, adocenado, dormido y desactivado por el goloseo de la subvención pública, el compadreo endogámico, la corrupción, el individualismo egoísta y la molicie ignorante y ramplona de la mayor parte de sus dirigentes), está siendo negada por otra suerte de insolidaridad centrípeta y despectiva, cual es el gregarismo excluyente de algunos colectivos con respecto a sus propios colegas de profesión (de oficio), lo que está arrumbando en el abismo de lo perdido aquellas hermosas ideas del internacionalismo, el anarcosindicalismo o la solidaridad universal, que escribieron las más heroicas y conmovedoras páginas del libro de la fraternidad humana.

Por elementales principios, no se cuestionará aquí un ápice, sino todo lo contrario, el derecho a la huelga por parte de cualquier trabajador o colectivo, ni se criticarán sus procedimientos y formas de presión adecuados por la defensa de sus derechos o para el logro de sus peticiones. Para quien esto firma sigue siendo válida la máxima "la mejor ley de huelga es la que no existe", porque cree que el derecho a la huelga es propio del trabajador y no una concesión ajena, y que en el voluntario agrupamiento sindical que funda la solidaridad, se forja la fuerza colectiva para ser libremente utilizada, y que en las decisiones asamblearias se sustancia el núcleo mismo de esa fortaleza y, por tanto, la primera instancia de la libertad de las personas. En la historia española de las últimas décadas, han sido muchas las ocasiones en que el ejercicio del derecho de huelga ha causado indirectamente grandes trastornos al desenvolvimiento de la cotidianidad, pero la naturaleza de las acciones de la huelga (paralelas a su definición: no acudir al puesto de trabajo), su sentido solidario y su correspondencia con las reivindicaciones que las motivaban, ha revelado siempre (salvo excepciones) la nobleza de su objeto y su objetivo.

Han existido, sin embargo, otras movilizaciones, calificadas con razón de "salvajes", en las que el destinatario del perjuicio era directamente la ciudadanía, que ni era interlocutor ni tenía posibilidad de rectificar algo en beneficio de los huelguistas (ni en su perjuicio), no le era posible ceder a sus demandas ni alcanzaba a alterar cosa alguna para satisfacer a los movilizados. Esas "huelgas", por sus componentes de egoísmo, insensibilidad y desprecio hacia los demás, han sido mayoritariamente rechazadas y raramente exitosas. Mucho menos, comprendidas. Ésta ha sido, agravada, la situación que han tenido que vivir en las ciudades de Madrid y Barcelona con las huelgas de taxistas que, con la coartada de presionar a las autoridades públicas para conservar un status de otro tiempo imposible en éste, han tomado como rehenes a los habitantes de dos ciudades cuya vida, naturaleza, pulsión y hasta identidad se sustentan en el dinamismo de su movilidad, impedida o gravemente obstaculizada sin posibilidad alguna de contra-acción ni defensa.

Que, como se han encargado de airear los informativos, la mayor parte de las licencias VTC estén en manos de personajes muy alejados del ámbito y el pensamiento progresistas (eso parece), no sirve para entender el apoyo de organizaciones que se llaman de izquierda a acciones del tipo de las que han realizado los taxistas, tan alejadas de lo que es el auténtico sindicalismo y de lo que es y significa una huelga reivindicativa; tan situadas en las antípodas de la solidaridad interprofesional y de clase y tan radicalmente orientadas al recorte de posibilidades y beneficios para la ciudadanía, tan insolidarias, tan brutales, tan despectivas y altaneras que ni el pueril, infantil y chusco argumento utilizado por algunos de que hay que defender el monopolio del taxi porque hay otros monopolios, alcanza para justificar ninguna barricada.

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