"¿Dónde queda Salamanca?" es una pregunta habitual en mis viajes. Obviamente de personas interesadas en nuestra Universidad, pero que nunca han viajado a Europa. Incluso alguna vez me he encontrado con que, con la mejor fe, me preguntaban si estaba en Madrid mismo. Mi respuesta suele ser: "Entre Portugal y Madrid, por el lado noroccidental". Si hay ocasión de hablar más ya preciso un poco: "A unos doscientos kilómetros de Madrid y a un poco más de cien de la frontera portuguesa. Ahora con calzada de doble vía y con algunos trenes medio rápidos".
Esta Salamanca de la que a veces faltan detalles, algunos de trazo grueso como acabo de contar, está bien presente para los académicos hispanoamericanos. Y suelo hablar de "Hispanoamérica" en un sentido estrictamente etimológico y, en contradicción, por tanto, con la definición del DLE y también de la del Diccionario Panhispánico de Dudas, ambos de la Real Academia de la Lengua. Trataré de explicarme.
¿Saben ustedes qué fue "Hispania"? Vaya pregunta -me dirán con toda la razón-. Todo el mundo sabe que es el nombre que los romanos daban a la Península Ibérica, compuesta durante gran parte del tiempo imperial por tres provincias: La Tarraconense con la capital en Tarraco, la Bética con su ciudad principal en Corduba y la Lusitania cuyo centro político estaba en Emerita Augusta. Por cierto, la actual provincia de Salamanca se situaba en su mayor parte en la famosa Lusitania.
Que el nombre de "España" y el gentilicio "español" proceda de esa dominación latina genérica ofrece pocas dudas. También es sabido que ya los clásicos portugueses adoptaron como propio el adjetivo "lusitano", hasta con neologismos de tinte mitológico como en el propio título de la obra cumbre de Luís Vaz de Camões. Cosas de la lengua, que tiene sus designios difícilmente escrutables.
Aún así, pido licencia para llevar la contraria y hablar de "hispanoamericano" como descendiente u originario de la totalidad del territorio que un día fue la "Hispania romana". Quiero decir que me niego a distinguir entre "hispanoamericano" e "iberoamericano", por la sencilla razón de que "Hispania" e "Iberia" coincidían del todo. Algún día hablaremos del espinoso tema de por qué "España" es una y "Portugal" otra, mientras que Cataluña estaría incluida en la primera y no formó una entidad política aparte, como sucedió con Portugal por lo menos desde 1640 -aunque el reconocimiento castellano viniera en 1668-. Las fechas nunca suelen ser casuales.
Adónde voy es a que, para mí, tanto Portugal como Brasil forman parte de esa amplísima área geográfica en la que se desarrollaron culturas afines y en las que no nos sentimos extraños. El "Nuevo Continente" en el que, incluso más allá del Río Bravo, hay rastros sorprendentes de elementos familiares. Vayan mis paisanos mallorquines, por ejemplo, a la Misión de San Francisco de Asís -y adivinen en qué ciudad altocaliforniana se encuentra-. O vean esa escalera de caracol tallada en madera en la catedral de Santa Fe, tan parecida a aquella otra que descubrí en la iglesia de la Merced en San Juan de Pasto. O los azulejos del viejo São Luís do Maranhão, que son la huella indeleble del origen de sus autores, aunque el topónimo sea inequívocamente francés.
Y es cierto, nuestra América dista mucho de ser un continente históricamente lineal y homogéneo. Su virtud está en su pluralidad, empezando por las vivas presencias indígenas en casi todas partes, en mayor o menor grado, con mayor o menos intensidad, siguiendo por los rastros de otras invasiones europeas -de las que quedan, por ejemplo, increíbles construcciones neerlandesas en pleno Caribe- o la enorme influencia anglosajona en tan amplios lugares que no hacía falta ni mencionar.
No se trata de imperialismo, ni de añoranza inútil de glorias pasadas -o de onerosas afrentas y conquistas bélicas-. Se trata de subrayar lo que nos une y de reconducir lo que nos han legado los tiempos hacia futuros más virtuosos para todos. En este objetivo encontrarán, sin duda, también a Salamanca, y a su Universidad.
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