Esta endecha española de la multiplicada argentina María Elena Walsh y cantada repetidamente por Rosa León (casada con el salmantino José Luis García Sánchez) ha llevado a varias confusiones, la más sonora es la de untarla con el nombre de Alberti. Vaya por Dios, lo nuestro parece confundirse muy a menudo. Te cansas de oír que el famoso poema del fraile Niemöller pertenece a Bertolt Brecht. Te cansas de oír que los niños y las minifaldas provocan. Lees la conclusión discrepante del juez de la sentencia contra La Manada y no te cansas sino que te acuerdas del derecho a cambiar que va en la condición humana. Y te dan ganas de decir que cambie de profesión: escribe mejor que Mercedes Abab para La Sonrisa Vertical antes de que la matase Tusquets, o que Gore Vidal para Tinto Brass, el mejor director de cine porno de la historia.
De Rosa León hay que decir que la echamos de menos desde que dejó la música por la política. No como su hermana Julia que sigue en la trinchera. A Rosa acudió el salmantino Basilio Martín Patino para hacer su imprescindible película Canciones para después de una guerra, un gol por toda la escuadra a la censura de nuestro anarquista que murió siendo fiel a sí mismo y que cada vez que me miraba veía en mí algo "físicamente unamuniano", según sus palabras. Dada su pasión por el cine documental (nadie le igualó en eso ni en nada; hay un antes y un después en el cine español desde Basilio), yo sabía lo que barruntaba. Basilio hizo cantar a Rosa la famosa habanera Yo te diré que en la película Los últimos de Filipinas interpretaba -sin venir a cuento- la andaluza Nani Fernández, muerta a los 37 años. Yo de María Elena recuerdo un recitado suyo con los nombres más bonitos de los pueblos que había conocido. Entre ellos estaba Pedrosillo de los Aires, tan cerquita.
Cine porno: que no es de ahora, que no. Que Alfonso XIII era muy aficionado al cine porno, que sí. Que le encargaba al Conde de Romanones las películas, al Conde se las hacían en un prostíbulo, y el Borbón a quien también le gustaba mucho la capra hispánica, las gozaba. Haría falta el juez discrepante para describir el gozo del hijo de María Cristina. Tres de esas películas porno y monárquicas se conservan en la Filmoteca Nacional. Que sí.
Pero yo hablaba de las palomas. Recuerdo a las palomas antiguas y cordiales como las mujeres pasajeras. Estaban en el palomar y el palomar cerraba la larga cornisa de la iglesia románica de mi pueblo. Y hasta allí me mandaba llegar el cura, con un saco atado a la cintura, y arrastrando el culo por el peligro de la cornisa alta e interminable. Ahora dicen que, aparte del six pack, hay que tener el culo duro porque es el motor de todos nuestros movimientos. Ya ves tú lo que es la ignorancia, siempre pensé yo en el cerebro como centro de operaciones y resulta que estaba más abajo.
A mí el tener el culo duro me salvó la vida varias veces cuando tenía que arrastrarme por la cornisa, llenar el saco de palomas y volver con la promesa de darme una para cenar. Que un niño de posguerra cene paloma en vez de patatas meneás y torreznos, resultaba un sueño.
Y un sueño fue porque el cura nunca cumplió su promesa con la excusa de que había pocas palomas en un saco que rebosaba palomas. Ahí aprendí yo a no fiarme mucho de la gente. Ay, paloma del agua que se desvaneció tan pronto y se marchó caminito del silencio en cuanto me abandonó aquel monaguillo, orgullo de madre. Las palomas, para la ancianidad de los parques, pariente de mi vejez verde aún de rebeldía tan libertaria.
El cura me hacía llevar a su casa el saco lleno de palomas porque decía que pesaba mucho para un párroco tan viejo. Tan viejo no era. Y tenía a menudo amigos a cenar palomas, gente venida de fuera a la que enseñaba la casa: aquí mi dormitorio, aquí el dormitorio del ama. A un niño de posguerra con sueño de palomas no le preguntes por qué las zapatillas del cura estaban junto a la cama del dormitorio del ama.
Lo nuestro era oír, ver, y callar. Que así es como uno se hacía un hombre de provecho. Por eso cuando en casa yo hablaba de mi desolación de paloma, la hermana grande me mandaba callar. Porque, según ella, el cura era muy bueno. Tan bueno que enterraba a los suicidas en tierra santa. Y muy sabio, porque siempre aconsejaba: la comida, reposada y la cena, paseada. Eso, a los campesinos que vivían los dos soles en los rastrojos.
Y ahora que lo pienso: yo le entregaba al cura el saco lleno de palomas vivas. Ya es tarde para saber si quien les retorcía el pescuezo era el ama o él. O lo dos juntos. Y cómo sería la agonía comunitaria de aquellas palomas.
Lo que sí supe es que cuando tuvimos que abandonar el pueblo porque se lo tragaba el embalse, el cura fue casa por casa para recuperar el dinero que, como buen prestamista, había entregado a un interés escasamente razonable.
De aquí no se va ni dios sin pagar, dijo el cura. Y no nos fuimos.
Que Dios se lo pague.
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