"La pregunta éticamente relevante no es si los animales pueden hablar o pensar, sino si pueden sufrir".
JEREMY BENTHAM, Los principios de la moral y la legislación, 1789.
Sigue pareciendo mentira que en un país como España, trufado de enormes problemas de convivencia, políticos, de desigualdad y corrupción, culturales y hasta de pura supervivencia de millones de sus habitantes, siga perdiéndose el tiempo en discusiones sobre la tauromaquia. Pero así son los "trapos" que la España más negra arroja al hocico de la realidad, a los que tertulianos, periodistas y la barra del bar entran sin dudar en una discusión que hace siglos tendría que haber terminado, y logran poner en candelero asuntos que avergüenzan a cualquiera con dos dedos de talla moral.
En las últimas décadas nuestro país ha progresado, pero hemos sido incapaces de eliminar las bolsas de crueldad que quedan entre nosotros, como la más grave, el maltrato y asesinato de las mujeres, o el más vergonzante, la tauromaquia y sus festejos. Y son estos dos tan diferentes temas aunque signados ambos por la bestialidad y la incultura, los que, precisamente, sacan a potenciar ahora los, otrora emboscados en conocidas siglas y hoy a caballo de la crueldad con nombre propio, fascistas españoles.
Mas hablemos ahora de los toros y de la crueldad hacia ellos. Quien esto firma es partidario de la máxima libertad en toda relación voluntaria entre ciudadanos y, por lo tanto, contrario a todo prohibicionismo, excepto en casos extremos, como la violación de derechos o la tortura en todas sus formas. Y las corridas de toros son un caso extremo de tortura y crueldad, y por muy tolerante que uno sea, si no se tiene completamente embotada la sensibilidad moral y la capacidad de compasión, es incuestionable exigir el final de los festejos taurinos, todos, esas salvajadas sangrientas, indignas, sucias e insultantes para cualquier sociedad que las tolere. Por un elemental principio ético.
Interesada y falsamente definida como un enfrentamiento entre taurinos y "animalistas", la discusión sobre la pervivencia de los festejos taurinos, más que entre sus defensores y detractores, debería centrarse en la talla ética de las sociedades que los toleran. Es deprimente que todavía se incluyan en programas políticos llamadas al etnocentrismo acrítico y troglodita, invitándonos a cerrar filas en defensa de los aspectos más siniestros de nuestra tradición colectiva, como si lo tradicional (signifique lo que signifique ese término) y lo étnico estuvieran por encima de toda crítica y racionalidad. Los argumentos que una y otra vez utilizan los defensores de la celebración de esos festejos sórdidos, violentos y crueles que son los taurinos, además de ser en su mayoría descarados sofismas, falsedades y mitos, carecen por completo del más mínimo rigor de raciocinio moral y mucho menos ético. Las apelaciones a la tradición, que chapotean siempre en un campo dominado por el pensamiento zafio, la ignorancia de la ciencia, la mitología arbitraria y la frivolidad retórica, no justifican nada porque nada argumentan, y pierden hasta su simulacro de sentido cuando se comprueba cómo en el mundo el desarrollo cultural y el avance de las sociedades ha ido anulando, suprimiendo y superando costumbres "tradicionales" de maltrato a personas o animales (excepto en países que, como España, pasaron de largo por los avances de la Ilustración, dejándonos sumidos en el oscurantismo, la brutalidad y la absoluta falta de reflexión moral sobre el valor y el significado de muchas "tradiciones").
Tan detestables moralmente como las corridas de toros, son las salvajadas pueblerinas tradicionales en las que una chusma municipal incontrolada, en estado de intoxicación etílica, maltrata cobardemente a un pobre toro bajo el pretexto de ciertas fiestas patronales. Las corridas son todas iguales y uniformemente cruentas. Las salvajadas pueblerinas, por el contrario, son todas distintas y cada una es bestial a su manera. Ninguna de ellas sirve para nada, excepto para dar salida a la mezcla explosiva de mala leche, alcohol y testosterona que acumulan los mozos más cerriles del pueblo. Quienes argumentan que las corridas de toros, o todos esos festejos populares y pueblerinos de maltrato animal son instancias de una cierta "fiesta nacional", no quieren saber que los festejos taurinos, tanto o más crueles que los que quedan en España (y México y Colombia, los países más violentos de América), se celebraban hasta el siglo XVIII en muchos países de Europa, y que la inteligencia, el desarrollo del pensamiento y la asunción de principios éticos avanzados, fueron superando, para prohibirlos en lugares donde la Ilustración (es decir, el pensamiento libre) influyó (aquí, después de haber sido prohibidos por el ilustrado Carlos III, fueron "rehabilitados" por el absolutista Fernando VII, muy defensor, al tiempo, de otras "tradiciones" como la censura y la Inquisición).
Es cierto que ese "trapo" con que el fascismo español quiere sustituir el debate racional sobre lo importante, ha infectado también estas líneas. Disculpas por ello a quienes hayan llegado hasta aquí. Siguiendo al malogrado pensador Jesús Mosterín, diremos que a pesar de sus pírricos triunfos electorales, ya no hay quien pare la decadencia de la España negra, aunque se empeñen los adalides de lo oscuro. Al final, tanto las corridas de toros regladas como las fiestas bestiales incontroladas serán prohibidas, las radios, los periódicos y las televisiones dejarán de chorrear sangre, las plazas de toros serán derribadas, las dehesas ganaderas convertidas en parques naturales y los picadores, toreros y demás ralea recibirán una beca para que aprendan un oficio con el que ganarse la vida honradamente. Cuanto antes llegue ese día, tanto mejor.
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