Cuando algo ocurre, la sociedad se pega al televisor para estar al tanto de los ingenieros, las excavadoras, los expertos de aquí y de allá, las unidades especiales, las pesquisas, las novedades, las decisiones, los alcaldes, los padres, los familiares? Se envían y reciben mensajes, sin saber, sin conocer, diciendo qué o cómo, casi siempre sumándose al dolor de la situación, que no hay más que ver que es muy dura.
Los hechos que vivimos en las noticias, no digo éste, si no en general, siempre me hacen reflexionar. Aparece muerta una niña de 9 años junto a su madre. Se sabe poco del tema, pero sé que es una niña, y ya me empieza a doler. Hace unos días otra noticia demoledora: el ingreso hospitalario de un bebé de dos meses, con hematomas y fracturas de consideración. Al tiempo, una niña cuya mandíbula ha sido arrancada por un perro, al parecer propiedad de la pareja de la madre. Una niña de doce años violada, dicen, por unos chicos de quince años para abajo a los que conoció por internet. Y si seguimos, es nunca acabar.
Llevamos unos años en los que aumentan las noticias, en mi opinión, de forma muy alarmante, sobre "accidentes", ingresos, palizas, abusos, violaciones, pederastia, que tienen como víctimas a los niños (a veces también como ejecutores). La pregunta es inmediata: qué está pasando en la sociedad para que cada día despertemos con este tipo de informaciones. Puede que cada vez más medios de comunicación sean más sensacionalistas (perdón: sobran las palabras puede que). Pero hay algo más. Desde luego, algo ocurre para que los hechos se presenten ante nosotros con tanta tozudez, con tanta frecuencia, y trasciendan a lo que pueden ser accidentes habituales en niños (un atragantamiento, una caída?).
Alguien que conozco me contaba el sábado que había bajado a comprar al supermercado, ya anocheciendo, y había visto aparcar un coche furgoneta en pleno paso de cebra, del que salió el conductor, de unos treinta años, corriendo hacia la otra acera, con el semáforo en rojo. A los pocos segundos, salió del mismo vehículo un niño de unos tres años, e hizo idéntico recorrido, con los coches pasando hacia un lado y otro en esa avenida de doble sentido. La persona que me lo contaba gritó ¡cuidado! El padre se giró, y gritó al niño: "¿no te he dicho que te quedes en el coche?". No sé si el padre se llevaría algún sofoco. La persona que lo vio y que alertó, sí. Porque el niño está vivo de puro milagro. Porque a día de hoy, aún no entiende cómo un padre puede dejar a un niño de tres años en un coche, aparcado en un paso de cebra, cruzar en rojo, y esperar que su hijo de tres años obedezca una norma. Yo tampoco lo entiendo. O mejor dicho: entiendo muy bien todo lo que hay por detrás.
Paso con frecuencia por un paso de cebra que está a la puerta de un colegio. He visto infinidad de veces a padres (y a madres, que ya somos todos iguales) parar en medio de la calzada (ni siquiera orillarse), abrir la puerta del coche, y decir a su/s hijo/s: "¡corre!". Y a los niños salir corriendo solos y cruzar desde mitad de la calzada, sin mirar si vienen coches ni si se acercan bicis por el carril correspondiente. A veces me he encontrado esto mismo pero parando en medio de la vía del sentido contrario, es decir, ni siquiera en la que está a la puerta del centro educativo. ¿Qué más da?, ¡Si los niños son de goma! ¡Si no existen! ¡Si son, en demasiadas ocasiones, invisibles!
Los niños aprenden lo que viven. La frase no es mía, se puso muy de moda hacia inicio de los ochenta. Y es una forma muy rápida, fácil y comprensible de entender cómo funciona la cosa de educar. Los niños aprenden lo que viven: es decir, no lo que oyen, no lo que les decimos que hagan, si no lo que nosotros hacemos. Somos su modelo a seguir. Cuando el niño es más pequeño, imita a quien está más cerca (padres, abuelos, cuidadores y, por supuesto, lo que ve en la tele, sea bueno o malo, tenga buenas normas educativas o adolezca de ellas, que es lo más frecuente), y a medida que crece, su modelo es lo que va apareciendo en otros núcleos (amistades, entornos, cine, videojuegos?).
La influencia que aporta la escuela a la educación, al futuro de un niño, es un 35%. La que aporta la familia, es un 75 %. No lo digo yo, lo dice José Antonio Marina, persona que lleva años de experiencia como docente y posteriormente como investigador y escritor de casi medio centenar de libros, algunos en solitario y otros en colaboración. Esas cifras lo que quieren decir es que el esfuerzo fundamental de educar ha de hacerse en casa.
A lo largo de los años observo un gran cambio en la sociedad. Antes, los padres educaban con sentido común. Con los medios que cada uno tenía, pero con mucho sentido común, teniendo muy claro qué era lo importante, y se educaba en el esfuerzo, el tesón, la voluntad, el compromiso? Los padres no iban al colegio a increpar, quejarse ni amenazar. Iban a recabar información y a actuar en consecuencia con sus hijos. Con los tiempos, la cosa ha ido evolucionando, y ahora hay una enorme diferencia, no hay término medio: padres muy comprometidos, que tienen claro que la escuela es un medio de sumar en la educación de sus hijos y que es una ayuda, y padres que se sitúan en el otro extremo.
La compasión, la empatía, ponerse en el lugar del otro, tiene, según Marina, una edad óptima para ser aprendidas: los tres años de edad. Y es muy tajante: si no se aprende a esa edad, se convierte en agresividad. Según mis palabras, en un enorme agujero que engulle al niño.
Vivir en sociedad exige saber gestionar las emociones, tener autocontrol. Los grandes cambios sociales exigen aprender, esforzarse, adaptarse a los tiempos, desarrollar nuevas habilidades. Quien no sea capaz de una y de otra cosa, quedará, inexorablemente, fuera del juego social.
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