Los domingos eran tontos, bueno o les faltaba un hervor. No sé, algo tenían los domingos que desequilibraban su cabeza, ligeramente ordenada durante la semana. La verdad es que Genaro parecía un hombre inconcluso después de la jubilación. ¡Cuarenta años en Correos!. Un día tras otro para arriba, para abajo, con el costal de cuero. Ahora notaba que con más frecuencia le dolía la espalda. ¡Claro, cómo no me va a doler, toda la vida colgado de esa chepa!.
Y los domingos se iba al rastro, a la Aldehuela. Se entretenía, pegaba la hebra con los gitanos chamarilleros, y a veces hasta se convencía de que engañaba a los anticuarios. Yo creo que ni harto a vino, pero bueno, él se lo creía.
Y así fue como conoció a Carmen, enfermera jubilada. En el Rastro. Buscaba un reloj antiguo mono entre los cachivaches de los anticuarios tirados por el suelo. Cuando oyó como le pedía al susodicho al gitano, Genaro se entrometió suave: mire, aquel es bien guapo- dejó caer. Carmen le miró. ¿Cuál?, respondió. Ése, ése que está ahí, detrás del yugo, es que casi no se ve. Ah!, ya lo veo, gracias. Era un pequeño reloj ennegrecido, sujeto a duras penas a un bastidor de madera rectangular con pequeños y abundantes agujeros, señales evidentes de carcoma. El gitano le dijo, tanto. Carmen quedó pensativa un momento y Genaro saltó: ¡la mitad!. ¡de acuerdo!, remató el viejo calé. Carmen miró a Genaro con un semblante de sorpresa y media sonrisa. Muchas gracias, le dijo. De nada. Es que ya les conozco, vengo todos los domingos.
Carmen volvió al domingo siguiente y al otro y al otro. Y los dos hablaron largo y tendido de la vida, de los hijos, de la Residencia. Hasta que Carmen dejó de aparecer por allí y Genaro se sumió en una melancolía arrastrada y sombría.
Ayer domingo, la niebla lo cubría todo y en el corazón del río y alrededores todo era un cielo gris que un ojo humano no alcanza a definir.
A las diez de la mañana, Genaro bajaba al Rastro y se acercaba al chiringuito que está al lado, junto al río. Abría una gran bolsa y le largaba trozos de pan a los patos, como quien siembra la tierra mismamente, que se arremolinaban y creaban onditas y bulla en una curiosa escena a caballo entre la inquietud y la ternura, quizá postal de paisaje nórdico.
La niebla, los patos y un señor. Y ahí cercano, acostado en la bruma fría e insondable, el recuerdo de una bonita amistad que, como todo, tenía fecha de caducidad.
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