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Teoría de la ciencia, aproximadamente
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Teoría de la ciencia, aproximadamente

Actualizado 26/11/2018

Los procesalistas cada vez somos más conscientes de la necesidad de pastorear en predio ajeno, es decir, vamos descubriendo que no nos es suficiente nuestro conocimiento estanco y tomamos conciencia de que es imprescindible aventurarnos por otras sendas, a fin de no dar por sabido lo que en realidad desconocemos.

Como es obvio, se trata de una misión de riesgo porque nos obliga a introducirnos en ámbitos que no dominamos, por muchas ganas que le pongamos al aprendizaje de otros campos. Campos que son minados, porque como consecuencia de la especialización de cada cual nos faltan conceptos, criterios, disquisiciones que nos den seguridad al respecto. Hay quien se mueve en ello con mayor valentía y hay quien espera a ver qué pasa a fin de tratar de afianzar el terreno que pisa.

Se hace evidente lo que expongo cuando, dicho sea como ejemplo, tratamos de investigar sobre la prueba pericial. Se acude al especialista de que se trate para aportar al debate procesal aquellos conocimientos de los que por definición carece el juzgador, que deberá comprobar si la narración de los hechos sometida a su consideración queda constatada a través de la actividad probatoria y así lo debe exponer en la sentencia, que por exigencia constitucional debe estar suficientemente motivada -y por mero sentido común, porque qué menos que saber por qué no me dan la razón en lo que yo estaba del todo convencido-.

El problema se plantea como una evidente paradoja: hay que convencer a alguien que no sabe de la materia especializada, pero que la necesita inevitablemente para tomar una decisión fundada sobre, por lo menos, la admisibilidad, la fiabilidad y la credibilidad de lo que dice el especialista. Por tanto, el juzgador debe aplicar un sentido crítico sobre asuntos que ignora. Y no puede ser de otra manera, por mucho que haya mentes optimistas que quieran convertir al juez en psicólogo, arquitecto, médico, químico y hasta en técnico sobre neumáticos. Todo a la vez.

Estaba yo con mi conciencia y mi psycho y salieron, como sin querer, estos temas fatigosos. Como mi conciencia es críptica y mi psycho vehemente, me tocó mantenerme en vilo para el sesudo debate, por no llamarlo porfía, que de eso en realidad se trató. Ambos disimularon muy bien no reconocer una trampa que les puse, pues al hablar del concepto de ciencia yo les sacaba reiteradas veces la "metodología de las ciencias sociales", que solo desde muy lejos tiene que ver con el centro de la cuestión, pues el punto principal se situaba más bien en definir las llamadas "ciencias duras", y no aquello otro a lo que algunos también llamamos "ciencia", quizás para no terminar de desanimarnos con lo que centra nuestro trabajo de investigadores jurídicos, pero que se refiere sobre todo a esa idea general de ciencia como mera construcción de conocimiento lógico y sistemático -lo cual habría que reconocer que tampoco es poco-.

En definitiva, nos pusimos a hablar del método científico, y aquí es donde se armó la de dios, pues unos se inclinaron por considerar que tal método es único -aunque a ratos también parecían creer que era trino-, mientras un servidor desde su ignorancia les sacaba su fila de dudas, acompañadas de alguna certeza. Por supuesto surgió el estándar Frye, por el que la Corte Suprema de los Estados Unidos trató de empezar a clarificar estos asuntos, es decir, ciencia sería lo generalmente aceptado por un sector significativo de la comunidad científica organizada ("associated"), y los estándares de la trilogía Daubert, que algunos tienen como las tablas de la ley, incluido el legislador colombiano (aunque en el artículo 420 de su código procesal penal añadió además otros criterios bastante acientíficos, como el de fijarse en el comportamiento del perito informante durante el juicio). Ni siquiera esos intentos de la Corte Suprema fueron considerados como lista cerrada, y la prueba es que bien pronto se amplió.

No niego que de este modo se fue tratando de objetivar el camino del razonamiento judicial, pero sí me opongo a la recepción acrítica de una sola posibilidad en la aplicación de esos elementos. Por un lado, por la misma evolución continua de la ciencia -no quise sacar los paradigmas de Kühn, pero sí saqué al más manido Galileo, modelo de verdad científica que se quedó en su tiempo en la más absoluta minoría- y por otro, porque hasta los propios estándares tienen su parte discutible y en efecto discutida -cómo no vamos a discutir en bastantes casos la famosa "evaluación por pares"-. Por supuesto salieron también las insuficiencias del método de la verificabilidad y la superioridad cognitiva del de la falsabilidad -no es científico lo verificable, sino lo no falsable, o sea, lo que no se puede refutar-. Pero me negaron de todas todas, la importancia de la contradicción. Y eso a un procesalista le duele, y mucho.

Será por deformación profesional, pero uno no es capaz de admitir que no se saca más luz cuando chocan dos piedras entre sí, que cuando tenemos una sola. No sólo porque el derecho de defensa ante la prueba científica exija admitir contrastar la aplicación del método científico -uno o trino- si es necesario con otra pericia sobre el mismo objeto, sino también porque debe caber discutir cada pericia en sí misma y, como mínimo, la adecuación y la coherencia de cada uno de los trámites científicos del caso. Tan evidente me pareció la objeción, que hasta dudé de si hablábamos el mismo idioma, aunque los tres argumentáramos en castellano.

No se puede decir que la cosa quedara en tablas, para empezar porque el grupo era impar, pero sobre todo porque esas dos mentes pensantes me quitaron hasta el sueño y ahora me dedico por las noches a discutir conmigo mismo sobre los irresolutos alcances del problema.

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