Siempre llega con sus zapatos puntudos y busca el periódico del día. Cuando lo encuentra, lo recoge con cariño y es como si alzara un pájaro que tiembla, lo rodea con ambas manos, se lo lleva hasta los labios y sopla por el agujero del tubo que forman las páginas. Y camina contento hasta la barra. Pasa las hojas de prisa hasta que encuentra una y se detiene: desplaza entonces el dedo sobre las palabras y lee pronunciando con los labios, susurrando el artículo completo en voz muy baja. Hace la lectura despacio y con una atención capaz de olvidar el ruido que lo rodea, la música, las tazas, los pedidos de café, los clientes que se asoman a mirar la oferta de pinchos por encima de su hombro, los camareros que ponen a su lado las bandejas, nada lo distrae de su dedo índice, de su bisbiseo.
Cuando termina de leer, cierra el periódico haciendo un ademán de reverencia, extiende toda su mano por encima y acaricia el papel, tal vez le da las gracias. Después agarra el vaso, bebe toda su cerveza en tres tragos, pregunta cuánto es, paga. Conversa un poco con el camarero y le comenta que le quedan diez minutos de pausa. El camarero le dice que muy bien, ¿le apetece alguna otra cosa? Pero el hombre contesta alzando los hombros y, después, le pregunta al chico que lo atiende que si le gusta leer. ¿A ti te gusta leer? Lanza, así, esa consulta a secas, a las doce y media de la mañana. El camarero se ríe y le señala el lugar en el que se encuentran. Pero él hace como si no lo hubiera visto e insiste: ¿a ti te gusta leer? El camarero atiende a otro cliente, sirve un café solo, vuelve al hombre del periódico y le explica que no tiene tiempo y que a fin de cuentas para qué.
Es entonces cuando el hombre de zapatos puntudos, haciendo un gesto inverosímil, se lanza sobre su maletín de vendedor y, tras revolver un poco, saca de allí un libro de bolsillo con la cubierta gastada. Se lo pasa al camarero por encima de la barra y le dice que empiece con este, esta misma noche, que lo intente al menos, que no tenga prisa, que se lo puede quedar hasta la próxima semana. Entonces mira su reloj y dice bueno, me marcho, me quedan muchos trastos por vender, y vuelve a pasar la palma de la mano, muy lenta, por encima del periódico, y se va.
El libro se queda encima de la barra tiritando de desnudez. Veinte segundos más tarde, alguien pone encima del libro una bandeja llena de tazas vacías, de tartas a medio comer, de cucharillas chupadas. La bandeja y sus enseres aplastan el libro hasta que el camarero se da cuenta y, por fin, lo rescata. Entonces es mi turno de acercarme a pagar y casi le suplico al empleado que me permita ver el libro que le han dejado para que lea. El muchacho se ríe y trae el libro, es Moby Dick, le digo, con la mandíbula desencajada. ¿Qué pasa? ¿Ya lo has leído? Respondo que sí mientras recibo el cambio, ¿y qué tal?, insiste, ¿se deja leer? Es una ballena enorme, le contesto, y salgo al frío de la niebla de noviembre pensando en el hombre de los zapatos puntudos, pensando en que nunca antes había reparado en su cojera y aturdida por la idea de que su barba larga blanca lo convierte en una réplica posible del capitán Ahab, ese marinero que, en dicha novela, se pasa los días mirando el horizonte con una deseo solo: el de encontrar a Moby Dick para derrotarlo.
Para Ahab es un acto de justicia: Moby Dick le ha arrancado una pierna y, por tanto, él no descansará hasta poder enfrentarlo de nuevo y demostrarle, así, que ya no le teme. La experiencia de la vida lo ha convertido en un hombre más fuerte y, ahora, se siente preparado para mirar al leviatán a los ojos, sin miedo o, en todo caso, siendo valiente. En aquel barco, el Pequod, comandado por Ahab, también viaja Ismael, el narrador, un aprendiz de marino que nos cuenta la historia de cómo surcaron los mares esperando encontrar a Moby Dick, pues Ahab estaba obsesionado con alcanzar su objetivo de no huir, de no amilanarse.
Tres calles más arriba la niebla me cubre hasta los pasos y recuerdo que ese camarero se llama Ismael. Me cuesta creer lo que está sucediendo, me lloran los ojos de frío o de cualquier otra cosa. El caso es que Ahab buscaba a la ballena que lo había vencido para, por fin, vencerla, y que aquel cetáceo gordo como la niebla espesísima era una metáfora de su propio temor. Ahab iba detrás de ella para encararla y decirle estás dentro de mí, ya no te tengo miedo. Cuando por fin entro en la biblioteca estoy jadeando, pues, sin darme cuenta, me he puesto a correr. La pantalla del ordenador sigue esperándome encima de la mesa como un horizonte abierto. Sé que, pantalla adentro, encontraré, de nuevo, las fauces de aquel dragón cotidiano. Pero ahora voy a mirarlo a los ojos porque al fin he entendido lo que la ballena significa.
Salamanca, 16 de noviembre de 2018
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