Siempre que alguien importante fallece, siento una tristeza profunda. Cuando me refiero a una persona importante quiero decir alguien verdaderamente trascendente. Y esos son los grandes. Grandes investigadores, científicos, médicos, artistas de distintos ámbitos de la vida, personas, en definitiva, que han puesto su enorme mensaje en el mundo que hace creer que todo puede ser increíblemente mejor. Personas que han hecho algo realmente magistral, cuyo legado pasará a los anales de la historia como producto de seres únicos cuyo trabajo es muestra de un gran hacer que nos acompaña por siempre.
El 6 de Octubre nos dejó alguien nacida en otro Abril distinto al que me vio nacer a mí, en su caso un día 12, de hace tantos años como 85, en el barrio de Gracia de la bellísima Barcelona, la misma ciudad en que nos ha dicho adiós.
Montserrat Caballé, cuyo origen, se comenta, fue modesto, se formó con disciplina en el bello arte del canto, en primer lugar con su madre, y posteriormente en el Conservatorio Superior de Música del Liceo, donde ingresó a los 11 años. Después se graduó en el Coliseo de Barcelona (1954). Su debut en la ópera se produjo al año siguiente. Y su gran éxito sobrevino a partir de realizar una sustitución a una cantante en Lucrecia Borgia (1965) en el Carnegie Hall de Nueva York, que catapultó su inigualable voz a los escenarios del mundo con las mejores orquestas bajo la batuta de los más selectos directores: Zubin Mehta, Herbert von Karajan y Leonard Berstein, entre otros. Se ha comparado su forma de cantar con la de otras prestigiosas figuras como María Callas o Joan Sutherland. Y entre sus compañeros tenores preferidos se encuentran Plácido Domingo, José Carreras y el inimitable en sensibilidad, para mi gusto, Luciano Pavarotti.
Además de cantar ópera, también, en ocasiones, hizo guiños a la música española, interpretó música tradicional de otros países, -la encantadora canción irlandesa The last rose of summer-, realizó adaptaciones como The Prayer, de Vangelis, o incursiones en el pop, haciendo eterno el Hijo de la luna de José María Cano, o la colaboración con el increíble Fred Mercury en la explosión de vida que es el disco que grabaron juntos sobre Barcelona, en el que ambos cantantes se complementan y se crecen.
Cada vez que pongo alguno de los discos de Montserrat Caballé tengo que abandonar aquello que me ocupe para dejarme extasiar por sus tonalidades. Escuchar a esta gran diva de la ópera es lo más parecido que conozco a dejarse flotar en el mar, al tacto de la seda, a paladear el mejor sabor, a acariciar la piel del rostro de un niño. Es un sonido lleno de matices y vibratos, y nunca sé qué tema es el que prefiero. Parece que su voz en algún momento se va a romper en "Piangete voi?" de Ana Bolena, te mece en Adriana Lecouvreur, te hace estremecer en Mon coeur s'ouvre a ta voix de Samson et Dalila, en Madame Butterfly, o podrías repetir hasta el infinito su Norma sin cansarte nunca de escucharla.
Buscó la perfección de su voz, y nos regala con ella tanto espectro, tantos colores como existen desde el amanecer hasta el ocaso, tantas luces, tantos brillos y tantas sombras de exquisita profundidad y belleza que parece que vamos a poder tocar el cielo en algún momento, que volaremos en montañas de nubes de esponja blanca y blanda, que podremos alcanzar tantas cumbres como nos habíamos propuesto por infinitas que parecieran por la fuerza que imprime. Que podremos bucear en los fondos abisales entre peces de colores dejándonos mecer por la sutileza del agua, por el vaivén de su voz, que dibuja mundos de estrellas entre colores de arco iris. Su gama tonal y de contraste es tan amplia, que hace vibrar al mismo son nuestro cerebro y generar los más profundos sentimientos inundados de belleza. Tanta belleza, tan bello canta la Gran diosa de Bel Canto, que parece que en algún momento nuestra sensibilidad no va a poder más tan embriagada de placer, que su voz hecha un hilo se romperá en algún momento de tanto virtuosismo, que no vamos a poder disfrutar más de lo ya disfrutado, pero de nuevo nos transporta a otra gran ola de profundidad inconmensurable, de reflejos tornasolados, gamas de colores nunca vistas por el ojo humano, nunca antes sentidas.
Gracias, Eterna Caballé.
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