Cuando una voz grita (o susurra) la expresión "viva el rey", más si lo hace en tribuna pública o altavoz, uno vuelve a sentir el antiguo estupor de lo incomprensible y se deprime con la interminable fatiga que lo abstruso causa en cualquier inteligencia racional. Uno puede alcanzar a entender (en absoluto compartir) que haya quienes, en uso de su libérrima opción personal griten (o susurren) en favor de, por ejemplo, un régimen político en que el capitalismo, es decir, la explotación y aprovechamiento del trabajo de muchos por las élites, domine la sociedad y adecúe sus normas a esa injusticia flagrante. Uno entiende mejor a quienes gritan (o susurran) e incluso votan en favor de opciones de las denominadas de izquierda democrática, porque esas sí contienen la creencia en un territorio moral y solidario de amplio espectro social, que contempla categorías tales como la igualdad, la justicia social y el respeto como constituyentes de cualquier acción y decisión política. Menos entendible, pero a la postre identificables, las opiniones de quienes gritan (o susurran) al lado de dictadores de todo tipo, caudillos etiquetados de proletarios o de enviados de algún dios, porque uno entiende que el fanatismo, el miedo a moverse, la incultura y hasta la estupidez de delegar el pensamiento forman parte de la vida (un decir) de muchas personas. Hasta es posible convivir (malamente, es verdad) con quienes dicen mantenerse al margen (o eso creen) de no solo opciones personales de tipo político (apolíticos, se autoetiquetan), sino de la participación en las dinámicas sociales de sus entornos o ámbitos, dejando a los demás el enfrentar y/o solucionar los problemas de la convivencia que a ellos también afectan y de los que son en parte responsables, aunque es bien cierto que dicho alejamiento falsamente nihilista no existe en realidad, porque siempre alberga un disimulado egoísmo, una cada vez más detestable vagancia y, también, cierta sandez mental.
Pero gritar, susurrar, defender, aceptar, apoyar o potenciar todo lo que expresa el "viva el rey" que últimamente se oye en diversos tonos y variados foros, en una campaña publicitaria por la institución cada día más indigerible, es una de las declaraciones de sumisión, servilismo mental, incapacidad de pensamiento y, también, irracionalidad política que mutilan y lastran una democracia, la española, a la que ya no sirve apelar a una Constitución que consagra la monarquía para mantenerla, haciendo como si las palabras escritas en el artículo 1 de la Carta Magna no fuesen efecto de la voluntad del dictador Franco ("La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria" ?una contradicción flagrante de términos-), y que desde el aciago día en que nombró a un Borbón su sucesor, han condicionado gravemente el desarrollo político de este país, cercenado las aspiraciones republicanas de gran parte de la ciudadanía y paralizado con esa imposición, cual si fuese mandamiento natural, el total desarrollo libre de las instituciones de la libre convivencia.
Aceptar un rey como máxima figura del poder, por encima de instituciones a las que esa misma sumisión hace más grises, aun obviando que ese régimen haya sido impuesto por los golpistas asesinos de 1936 y dejando (difícilmente) a un lado las circunstancias que van conociéndose del comportamiento de quien ostentó la titularidad de semejante institución, la monarquía, y aun tapándose la nariz y los ojos ante evidencias, actos, pruebas e insultos que van conociéndose cada día relacionados con la monarquía española, es una declaración de subsidiariedad mental para todos y cada uno de los españoles, que han de asistir, con el cada día más incomprensible apoyo de la mayoría de los partidos políticos de este país, además de a las sonrojantes ceremonias religiosas, sucesorias, otorgantes o familiares relacionadas con una institución que a muchos provoca la desazón de la impotencia democrática, a una aceptación política e informativa de imposible digestión.
Saber por qué los grandes partidos políticos españoles, derechas y socialdemócratas (hay otros cuyo nivel político no alcanza para juzgarlos) apoyan de ese incontestable modo una institución tan atávica, inútil y lastradora como la monarquía, y analizar el porqué no se abre ya un debate público y serio sobre la forma del Estado, sería uno de los conocimientos que daría a mucha gente las claves para explicar ciertas verdades (tal vez intuidas, tal vez dichas y con seguridad asfixiadas y calladas) de la intrahistoria de una Transición (también consagrada por los mismos) que diseñó este futuro español de horizonte mutilado, y podría explicar el que en pleno siglo XXI, con la carga histórica que este país alberga tanto de su propio pasado como de conocimiento de reyes y reinos, siga existiendo institución tal como la monarquía.
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