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La fiesta patronal, oportunidad para una laicidad positiva
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La fiesta patronal, oportunidad para una laicidad positiva

Actualizado 08/09/2018
Tomás González Blázquez

La fiesta patronal, oportunidad para una laicidad positiva | Imagen 1

Las dos fiestas locales de Salamanca tienen nombre de santo: Juan de Sahagún el 12 de junio y María de la Vega este 8 de septiembre. Fiestas locales que son, por tanto, patronales, herederas de una tradición que buscaba en los santos protección para ciudades, pueblos, gremios, oficios, armas del ejército, corporaciones profesionales y cada sector social. Esa misma tradición cultural cristiana hizo del domingo el día festivo semanal, puntal de los avances en los derechos de los trabajadores, aunque da la sensación de que, en aras de un pretendido progreso, bien alineado y aliado con los dictados del dinero, estamos empezando a perder la batalla del domingo. Dios lo hizo para el hombre como un gran regalo, pero al hombre de hoy ya casi no le dejan ni dedicarlo a Dios, ni a sí mismo, ni a su descanso.

Fiestas de guardar en Salamanca son estas dos fechas patronales del santo predicador de la paz y de la Virgen venerada desde antiguo en la ribera del Tormes. La segunda, que hoy celebramos, abandonó en 1882, por decreto del obispo Martínez Izquierdo, su anterior acomodo en la Asunción del 15 de agosto, en búsqueda de las fechas feriales de septiembre, asentándose en la memoria de la Natividad. Desde entonces, quedaron vinculadas patrona y feria. No hace tanto tiempo, pues, que una devoción histórica, ciertamente apagada en esa centuria convulsa, estrechaba relaciones con la cita anual de festejo y mercado para los salmantinos. Siguen vinculadas, y esto se plasma, aunque con mucha discreción, en el programa de fiestas. Tanto es el sigilo que la Misa de hoy es el único acto de las ferias del que se omite el lugar de celebración. Por si alguien desea acudir, ya que el folleto no brinda esa información, le diré que la Eucaristía será en la Catedral Nueva a las doce.

Es de suponer que, un año más, el alcalde de la ciudad formulará la tradicional ofrenda a la patrona, una intervención ante la sagrada imagen, que normalmente comienza y culmina dirigiéndose directamente a ella, no recuerdo bien si previa a la homilía del Sr. Obispo o antes de presentar los dones. Debates litúrgicos a un lado sobre el momento concreto en que puede darse voz a la autoridad civil, representante de los ciudadanos, en el contexto de una celebración, o si debiera hacerse una vez terminada ésta, como así opino modestamente, no puede ignorarse que esto suscita controversia: ¿debe darse esa voz?, ¿respeta acaso la aconfesionalidad del Estado?, ¿qué puede o debe decir un alcalde en esta circunstancia?, ¿influye si el alcalde es creyente o no?

Anterior a esa controversia, existe otra que pone en entredicho la presencia misma de las autoridades civiles en una Eucaristía por mucho que sea la fiesta patronal, e incluso cuestiona si se les debe reservar un banco próximo al altar. Suelen compartir opinión, con matices, algunos católicos entre los que no me hallo y los militantes del más rancio anticlericalismo que se viene explotando como rasgo configurador del progresismo político. Se trata de romper con la tradición cultural cristiana que nos ha traído hasta aquí, en la que indudablemente ha habido luces y sombras, porque, bajo su criterio, sobra la Misa en la fiesta, sobra la invitación a las autoridades o sobra que éstas la acepten, y por el mismo camino, sobra la asignatura de religión en la escuela libremente elegida por los padres, sobra la enseñanza concertada promovida por las congregaciones religiosas que escogemos muchas familias, sobran las exenciones fiscales como reconocimiento a la imprescindible aportación de la Iglesia al bien común, o sobra la asistencia espiritual en los hospitales y el ejército, garantizada por el acuerdo entre España y la Santa Sede.

Pongo unos pocos ejemplos bien conocidos, que se enmarcan en una concepción laicista de las relaciones entre creyentes y poder político. Sin embargo, pueden afrontarse desde una visión más constructiva, de laicidad positiva, en el que las creencias religiosas de los ciudadanos, incluidos los católicos, se respetan de forma efectiva, son reconocidas públicamente sus formas de expresión y asociación, y no se contemplan como una mera práctica privada, porque no lo es. Entonces, la presencia de las autoridades que representan a los ciudadanos, incluidos los católicos, se acogería con naturalidad también en una Eucaristía y también en el primer banco de una catedral. Aunque el alcalde sea agnóstico, musulmán o calvinista, puede hablar si se le invita a tomar la palabra, o puede callar si lo prefiere por motivos de conciencia. Aunque la Misa sea lo que es, la conmemoración del sacrificio salvador de Jesucristo, y sin dejar de serlo, en la fiesta patronal se abre en reunión común, en convocatoria festiva, y así puede vivirse sin caer en una manipulación o en una tergiversación. Existe el riesgo, claro está, pero ha de prevalecer la oportunidad pastoral que también significa, y aún más, la oportunidad de renovar la concordia entre creyentes y no creyentes, que la Historia y la tradición han hecho coincidir en una celebración de pasado religioso y presente abierto a todas las sensibilidades: también la religiosa, por supuesto, que es necesariamente pública.

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