Que hayan sido dos personas de relevancia pública las que se hayan visto envueltas en la investigación de las presuntas falsificaciones de títulos universitarios, y que afortunadamente esos escándalos hayan servido de material informativo y de, por qué no decirlo, carnaza para el sensacionalismo periodístico, ha servido, sin embargo, para destapar todas las sospechas (y remarcar las certezas) del mercadeo de títulos que en este país existe desde hace décadas, y que más pronto que tarde deberá salir a la luz para denunciar y esclarecer la densa red de falsificaciones, falsedades, compraventa y mercadeo de ficticias dignidades académicas, que con profundas conexiones en el ámbito de la política y la economía, ha nutrido y nutre gran parte de la clase dirigente de este país.
La sospecha, aireada ahora por la prensa, de que en cierta Universidad podrían regalarse títulos (masters, diplomaturas, licenciaturas e incluso doctorados), y que los beneficiarios de las dádivas pueden ser gente relacionada, precisamente, con la autoridad política a la que se debe la gestión y dirección de, precisamente, esa Universidad, no debería eliminar la intuición, y más que eso, de que no es una sino decenas de universidades, institutos, academias y centros de enseñanza de todo tipo, públicos y privados, de todos los niveles y de cualquier disciplina, que en uso de sus exclusivas atribuciones califican, juzgan, aprueban o titulan a sus alumnos con un albedrío cuya confrontación con los verdaderos conocimientos que tales títulos hubiesen debido aportar a su poseedor, no resiste la más mínima prueba.
Creer que, entre los miles de directores de institutos universitarios, departamentos, decanatos, comisiones de docencia o tribunales de calificación, es solo uno el que regala títulos universitarios a sus amigos, o que es una excepción ese comportamiento endogámico, dictatorial y mafioso, sería como creer en las hadas: estúpido. No se pretende aquí poner en tela de juicio a todos los responsables de las titulaciones académicas que se expiden en este país, pero tampoco militan estas líneas en la ingenuidad de creer que son solo dos altos cargos políticos y un solo instituto universitario los únicos enfangados en semejantes prácticas, cuando basta una mera conversación, y en mil ocasiones pasa, en cualquier lugar y de cien modos posibles, para que uno se dé cuenta de que el tarjetón, el cargo, la dignidad o el pedestal del figurón que tiene enfrente (y su preparación académica) son solo puro humo, una nada sutil instancia del ridículo.
En el franquismo, igual que se repartían entre afines concesiones, monopolios y privilegios, muchas universidades y otros centros públicos y privados, que tuvieron entre sus honoris causa al mismo dictador o a sus secuaces, durante décadas regalaron títulos universitarios de diferentes grados a prebostes del régimen, tiralevitas del Movimiento, camisas azules, sus hijos y sus nietos, deudos y demás familia, lo que provocó que, entonces y ya en la etapa democrática, esos titulados 'de cuchara' accedieran, por procedimientos no siempre claros (otro tema que tratar), a los cargos de gestión de los organismos públicos, jefaturas de todo tipo, direcciones generales, gobiernos provinciales, secretarías, subsecretarías, secciones y mil y otras poltronas, lo que ha tiznado durante lustros a gran parte de la administración pública de este país de ese tufo de franquismo irredento y soberbia despectiva que tantos hemos sufrido durante años (y todavía) en despachos, audiencias, entrevistas y antesalas.
Puede regalarse un título de muchas formas: directamente, bajando el listón de exigencia hasta la necesidad del estudiante, manipulando su expediente, convalidando el aire, falsificando su comportamiento, tergiversando las normas o adaptándolas a lo que se busca conseguir... Puede falsificarse un currículum, manipularse un historial, inventarse presencias y logros o firmarse mil mentiras. Puede comprarse un doctorado, una carrera, un prestigio y hasta un nombre. Pueden imprimirse tarjetones con títulos rimbombantes, poner alfombras de recibimiento, ampliar los despachos, posar para retratos, servirse de coches oficiales y escoltas, caminar bajo palio, nombrar cargos, sentirse magnánimo, impostar la mentira, huir de las preguntas... Hay tantas formas de pasar por quien no se es, de huir de la verdad, de vivir la vida que no se merece, de insultar al mérito y de escupir al esfuerzo... Pero no hay ni una sola forma de comprar la decencia.
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