No podemos pedir al Padre «el pan nuestro de cada día» sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz unos a otros sin estar dispuestos a tende
Comentaba nuestro querido Tomás de Aquino, que de la misma manera que el bautismo se llama "sacramento de la fe", la eucaristía se llama "sacramento de la caridad", de la misericordia y del servicio. Solo se puede celebrar la verdaderamente eucaristía más allá del rito litúrgico del templo, en el culto diario de la caridad fraterna de unos con otros.
No sabemos mucho del chico de los cinco panes y los dos peces, ni siquiera su nombre. Entregó todo lo que tenía, que no era muchos, unos panecillos de cebada (el pan de los pobres) y dos peces secos, pero su acción la recoge todos los evangelios. Pudo haber vendido esa miseria a la multitud hambrienta, haber escondido su pobre comida para sí, todo lo contrario, las puso en las manos de Dios. Lo poco que podemos compartir, bien administrado se multiplica y sobra. Jesús enseño el camino: ¡Darles vosotros de comer!
La eucaristía debería de ser una invitación constante a compartir, a ser solidarios a romper indiferencias con los más pobres y necesitados, aunque sea la miseria del montón. Más allá de discusiones secundarias, comulgar en la boca o en la mano, debemos hacer de la eucaristía un verdadero signo de fraternidad. Allí donde no hay fraternidad no hay eucaristía (González Carvajal). Cuando no hay justicia, cuando no se trabaja de manera solidaria y se lucha por cambiar las cosas, la eucaristía se vacía de sentido. Cuando una comunidad cristiana escindida por la injusticia celebra la eucaristía, ha convertido la celebración en una máscara para el opresor y en una venda para el oprimido (Leonardo Boff).
Más allá de los dirigentes políticos del país, de nuestros órganos comunitarios insensibles a la pobreza y a los refugiados, los mercados financieros, los bancos o las multinacionales, está nuestra responsabilidad. No podemos diluirla en el sistema y declinar nuestra aportación para hacer un mundo más solidario y justo, aunque sea con miseria de dos pequeños peces y cinco panes de cebada. Sería una auténtica contradicción pretender compartir como hermanos la mesa del Señor, cerrando nuestro corazón a quienes en estos momentos viven la angustia de un futuro incierto, por la pobreza, la necesidad o la guerra (Pagola).
Inmersos en un consumismo desbocado que como una enfermedad existencial nos arroja al sinsentido del vacío, perdiendo todo lo importante que tiene valor y sentido. El exceso de consumo nos está acostumbrando a lo superfluo, al derroche y al desperdicio, mientras cerca de nosotros, a pocos kilómetros de nuestras fronteras, muchas personas y familias pasan hambre y malnutrición. No podemos valorar la realidad solo desde nuestro propio bienestar, debemos hacer presente en nuestra vida una cultura de la solidaridad, con gestos de generosidad, incluso creyendo (como el niño de los panes) en lo imposible.
La solidaridad es la actitud básica para hacer un mundo más habitable en una sociedad globalizadora que esconde y olvida a tantos indefensos. No la entendemos como simple asistencia a los más pobres, sino como un planteamiento global a todo el sistema injusto en el que estamos inmersos, buscando caminos para mejorar, reformar y defender los derechos más básicos del ser humano. Conocemos de cerca muchas injusticias: Familias que viven de la caridad y no tienen lo necesario incluso algunos a punto de perder su casa, refugiados que se les niega el mínimo derecho, jóvenes que emigran buscando un mundo mejor y quedan atrapados por las mafias o el mar, inmigrantes despreciados sin saber como resolver los problemas más básicos, mayores abandonados, enfermos solitarios, jóvenes sin futuro.
También debemos plantearnos cultivar el espíritu en la búsqueda sentido, incluso en medio del vacío. No solo de pan vive el hombre, nos recordaba el maestro de Galilea. La solución está nuestras manos, y en ella estamos implicados todos, ante tanto derroche, debemos ser conscientes del problema y moderar nuestro consumo, buscando la felicidad no en el tener sino en el ser. La búsqueda de sentido de la vida siempre está acompañada del cuestionamiento continuo, de la pregunta pertinente, llenando nuestra despensa existencial con actitudes vitales que nos acerque a una vida en plenitud superando esa "felicidad paradójica" que produce el consumo.
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