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La parroquia muere, ¡viva la parroquia!
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La parroquia muere, ¡viva la parroquia!

Actualizado 16/06/2018
Alberto D.

Delmira Agustini, poetisa uruguaya, modernista y joven, pues murió a los 27 años, tiene un poema sugerente y musical como todos los suyos, en el que describe a lo nuevos dioses de su tiempo, primeros años del siglo diecinueve, y los presenta altos, jóvenes y fuertes y a la vez sutiles, costosos y prepotentes rodeando e hipotecando su vida. Era la sociedad de su tiempo, feliz sin razón, despreocupada y pendiente sólo del instante.

Y termina el poema con estos dos versos alejandrinos:

Y un día, ancho y feliz como una primavera,

vi por fin la luz cuando me dije: -¡dioses fuera!.

Al leer el poema me pareció un buen diagnóstico de la sociedad española de hoy y una buena receta para lo casos agudos: ¡dioses fuera! Porque efectivamente hay también entre nosotros, descollando por encima de nuestras cabezas, dioses que pretenden ser nuevos y jóvenes, rompedores y desinhibidos y con su atractivo tentador acaban envolviendo al ciudadano, que corre tras ellos perdiendo el alma y el trasero.

Desfilan todos los días por las todopoderosas pasarelas de la vida respondiendo a las ansias del ciudadano, que se mezcla con ellos feliz y realizado en la corriente social convertida en vanidad de vanidades. La trampa está servida y la masa ciudadana por muy democrática que parezca vive en ella feliz y confiada.

El ambiente general no señala al ciudadano como víctima de nada más bien al contrario: es libre, tiene la vida llena de comodidad en todo, elige lo que quiere cuando puede? Y sin que se sepa qué es anterior si el huevo o la gallina se encuentra con que se le cuela el egoísmo en todos sus niveles y modalidades, lo domina la envidia porque el tener y retener han tomado la delantera entre los sentimientos dominantes, lo tiene atrapado el ansia de los triunfos o de la ganancia o de los escalones que pueda conseguir a cualquier precio en cualquier nivel, lo coloniza el placer en cualquier modalidad que esté a su alcance y está convencido de que es él mismo quien fija la línea rojas, si es que la hay, y acuerda en supuesto consenso manipulado lo que sí y lo que no. Y a vivir, que son dos días. Y toda esta trama está mantenida y presidida y a veces provocada por los dioses del momento.

Lo dioses de hoy son fuertes, dominantes, espectaculares y casi omnipotentes, más si cabe que en tiempos de Delmira. Sobrecoge su poderío asentado sobre potentes medios de dominio, desde los más influyentes medios de comunicación hasta la interminable trama que domina el deporte de altura pasando por la banca omnipresente o el oscuro fondo de la cumbre política. Entre todos crean y erigen los dioses de cada día, tanto en forma de personas que sirven de ídolos mirados y admirados en cada momento como en la actitudes de servidumbre y de sometimiento a lo valores que proponen como norma de vida feliz y exitosa. Y con esto consiguen inocular el modo de existencia que les interesa y el sometimiento servil de cuantos braceamos en la vida por llegar hasta la meta que nos proponen. El dominio está servido. Y es un mundo medio feliz.

Lo que propongo, más como señal de protesta que como pretensión de nada, es que en alguna medida que esté a nuestro alcance tiremos por la borda de nuestra vida o de nuestra preocupación o de nuestras estimaciones a alguno de estos ídolos. No vamos a tirar dinero por la ventana pero sí puedo defenestrar algo de avaricia y vivir con algo más de austeridad; ni se me ocurre decapitar la fama de ningún deportista pero sí puedo recortar mi dependencia y hasta mi interés por sus hazañas; no voy a renunciar a los justos placeres de la vida, pero sí puedo cortar los que sean injustos y hasta rebajar los demás para vivir con sabia moderación. Puedo hacer bastante más de lo que pienso y mucho más de lo que hago.

Aquello de los Juguetes rotos valió en Francia primero y en España después como título para películas y documentales que narraban ese final de ruina de muchos ídolos que en su día tocaron el cielo con lo dedos de la fama en alguna de sus versiones. No es pesimismo ni mala sangre, es la realidad de la estadística: los ídolos siempre acaban cayendo. Va en su definición. Pero casi siempre merece la pena defenestrarlos cuanto antes.

Por eso, con fines muy modestos, me digo ¡dioses fuera! Y he intentado aclararlo y explicar lo que con ese pequeño grito de denuncia quiero decir. Y decirme, porque lo primero que pretendo es ensayar yo mismo esa defenestración de mis propios dioses. Ando en ello y tengo ya algunas ideas en marcha. Eso sí, tendré cuidado para no tirar el niño con la bañera, no sea que con la pretensión de echar fuera a los ídolos acabe descalificando al Dios de la Vida, que nada tiene que ver con ellos. Habrá que actuar en conciencia, con rigor y con especial cuidado. Pues vamos a probarlo? Y antes de que acabe la primavera, me digo con Delmira, ¡dioses fuera!

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