Las cosas ya pintaron mal de verdad cuando me vino a la cabeza Luis XIV. Si uno confunde su permanencia con la salvación del Estado, o bien es que ha perdido la cabeza, o que ya no tiene más recursos para mantenerse que los del absolutismo intransigente. Hay posibilidades intermedias, como la notable pérdida de la noción de la realidad, a la que el corro de aduladores no deja traspasar la última barrera de seguridad, para no incomodar al sublime mandatario o, dicho de otra manera, para no perder cada cual su valioso cacho de poder.
Todo esto llegaba a su culmen en una semana vertiginosa, en la que a deshora uno trataba de estar apenas informado de los grandes trazos de los sucesos de la fluida actualidad. A deshora porque todo trascurría cuando donde uno estaba era de noche, y al despertarme me venía la catarata de información que debía digerir toda de una vez, como cuando alguien tiene la temeridad de ver en una sola tarde la temporada entera de cualquier serie de moda, de la que todo el mundo habla y de la que él no sabe nada.
El tema que preocupaba en esos mismos días por las latitudes que uno frecuentaba no era si el Madrid había o no ganado nada, o si un conocido futbolista bien pagado de sí mismo y eternamente insatisfecho por lo que le pagan, en comparación con otros, seguía con sus inoportunas presiones. Eran los alarmantes resultados de una contienda electoral que acababa de dar paso a las opciones extremas, dejando atrás en la primera vuelta a los candidatos presidenciales más moderados, e incluso objetivamente más prestigiosos, léase Sergio Fajardo, antiguo alcalde que cambió la cara a la mismísima Medellín y luego fue buen gobernador del Departamento entero de Antioquia, o Humberto de la Calle, sabio jurista y buen diplomático, que condujo con prudencia las complejísimas negociaciones de La Habana para llegar a los Acuerdos de Paz, ahora de dudosa implementación.
En efecto, desde la frontera colombo-venezolana, en la que no pueden por menos que preocupar numerosos asuntos graves, predominaba la perniciosa perspectiva de si votar en segunda vuelta a alguno de los extremos o propiciar el inútil triunfo del voto en blanco. Mientras tanto, al despertarnos, fluía del teléfono celular una cascada de acontecimientos peninsulares que convertía en viejo de inmediato cualquier comentario medio sensato sobre lo que aún pudiera ocurrir en el paso siguiente.
Así fue como, con larga perspectiva física, uno se enteró casi a la vez de que el Presidente del Gobierno no iba a dimitir, de que algún grupo pedía elecciones anticipadas -o sea interesadas-, de que un atrevido y menospreciado político extraparlamentario había iniciado una aparente carrera de mociones de censura, de que rápidamente se convocó a los diputados para discutir la primera para no dar tiempo al tiempo, de que el susodicho Presidente fue sustituido largo rato por un bolso y de que se habían acomodado los astros ?con la inestimable ayuda egocéntrica de quienes se creían los dueños de la finca- y, de que por ello, salvo el descolocado partido que continuaba pidiendo elecciones, los demás se habían unido a la contra haciendo triunfar lo impensable.
También se quedaron atrás mis respuestas explicativas a los desconcertados amigos colombianos que, por un momento, dejaron de hablar de Duque y de Petro, de Petro y de Duque, y del voto en blanco, para pedir aclaraciones sobre lo que había ocurrido como un soplo. Y atrás se quedaron porque, aunque no se nos haya olvidado la complicada inestabilidad parlamentaria, todavía estamos admirados, tirios y troyanos, de los equilibrios en los nombramientos que conforman el nuevo gobierno, un gobierno en apariencia sólido.
Pero es verdad que desde mi regreso está lloviendo, el cielo sigue gris, y no aparece ni la primavera; como para esperar el verano. ¿Será que se han concertado las fuerzas de la naturaleza para ilustrar la debilidad política? ¿O será que están de luto todas en tanto el partido de quienes creían que el Estado era de ellos manifieste algunos visos de sincera regeneración?
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