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La fragilidad afectiva
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La fragilidad afectiva

Actualizado 09/05/2018
Carlos Aganzo

Tengo un amigo que sostiene machaconamente que los afectos están sobrevalorados. Frente a su terca posición, su mujer le dice que no es así, que lo que sucede es exactamente lo contrario. Como habitualmente me sucede, este tipo de disputas me bloquean. No es solo una cuestión de neutralidad estratégica por la cual uno no debe terciar en peloteras con posiciones polarizadas cuando quienes las mantienen son amigos y, más aún si, como es el caso, entre ambas partes existe una relación muy fuerte. Es que verdaderamente no sé a qué palo quedarme. Para complicar mi posición hay una creciente literatura académica que ensalza el papel de las emociones frente a la racionalidad instrumental en la que pareciera que el mundo se ha movido al menos en los tres últimos siglos. El propio paradigma de la elección racional, que ha hecho furor durante décadas, está hoy fuertemente cuestionado. Yo mismo que he militado en el neoinstitucionalismo cada vez lo concibo más como una construcción teórica elegante con pies de barro.

Cuba es un buen caso de análisis. Alejo Carpentier, uno de sus autores más importantes escribió El recurso del método subvirtiendo, precisamente, el orden cartesiano al abordar el ambiente dictatorial de la isla en la década de 1920. La razón quedó desmembrada ante la arbitrariedad del autócrata. Por ello su propuesta literaria encabezó el llamado realismo mágico. La ironía es que, en el momento de su publicación en 1974, el país se hallaba inmerso en otra dictadura de cuño diferente y cuyo sesgo oficial giraba hacia la planificación, el realismo socialista y el culto formal a la razón. Todo ello no ha evitado que décadas más tarde Cuba tenga la mayor tasa histórica de suicidios en América Latina. El suicidio, como epítome del desequilibrio entre la razón y los afectos, entre las expectativas y los logros, entre la depresión personal y la nacional, se vio ejemplificado en febrero pasado en el del primogénito de Fidel, Fidel Castro Díaz-Balart de 68 años, Fidelito.

Es seguro que el escenario cubano a mis amigos le traiga al fresco. Apenas si estuvieron una semana hace años y solo recuerdo que se pusieron ciegos de mojitos. La discusión va a continuar porque ella, que ha triunfado en su profesión, insiste en que sin pasión no vale la pena vivir. Dice que la emoción que le genera sus largos paseos por la Casa de Campo madrileña es un motor de su existencia. No solo es el maravilloso verdor primaveral, o el brote de las amapolas y el anunciado de las jaras, también son sus recuerdos: los paseos con los abuelos, las meriendas con la pandilla, los primeros besos, los balbucientes pasos de sus hijos. Su marido, a quien he visto llorar alguna vez, la replica que eso que llama emociones es apenas el decorado galante de una vida ordenada de trabajo, de imponerse metas racionales y diseñar estrategias para alcanzarlas. Entonces, me hago cargo, una vez más, de la fragilidad de la vida.

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