Es una tarde opaca del mes de enero, el horizonte está indefinible, y yo, configurado con el paisaje, empalagado de tanto dulce, tanta luz, tanto whatsup, tanta hojarasca navideña, estoy con hastío, abúlico, sin GPS en mi mente y transfiero mi mando al devenir del coche para que me guie. En frente el roquedo de Peña Horcada. Me guían a Mieza, mi pueblo. Alguien maneja mi barca.
Pero mi pueblo ya no es el pueblo mío. La plazuela de Las Eras está solitaria, sin rapaces, las puertas cerradas, las chimeneas no vomitan humo. Desganado me siento en el poyo de piedra donde se sentaba mi madre a la puerta de su casa orientada al mediodía en la explanada del Juego Pelota, una buena solana abrigada del aire del norte. El poyo tiene de respaldo una lancha con ondulaciones en la parte superior donde afilaban las poaeras y juciñas. ¡Cuántas veces cabalgamos los rapaces a lomos de este respaldo y a lingorras, a la pirindola y a la trompa en las lanchas del suelo! Ahora el hastío me acompaña.
El sol va de caída y comienza a refrescar, pero la piedra del poyo conserva aún el rescoldo caliente del viejo sol de la tarde. La vieja casa está deshabitada, algo que me fue tan familiar.
Sin querer mi mente divaga por la selva de mi infancia ya difusa y me asaltan recuerdos fugaces como nubes que cruzan el azul firmamento, como mariposas que pisan flores sin dejar rastro. Yo los atrapo con un cazamariposas. De pronto veo a mi madre con las gallinas, a mi hermano que lleva el mulo a abrevar al pilar, a mi hermana Rosa regando los tiestos en el balcón, a los rapaces que juegan en el Frontón, a la pelota, al marro, a la poisa, a la pídola, a la comba, a la rayuela, las chimeneas fuman humo. Todo es falso. Mi mente está pintando mi viejo pueblo. Se abre la puerta de mi casa. Me asusta y me provoca. Alguien me guía.
Un instinto me impele a entrar en casa. Vago por ella como una sombra medrosa. Subo, bajo, entro y salgo de los cuartos. Me muevo receloso como si mi madre estuviese esperándome en cualquier rincón. En la planta de arriba, está el cernidero donde las telarañas del olvido cuelgan del techo y de las paredes cubiertas de polvo que dan un tono grisáceo y claroscuro al ambiente con los últimos resplandores que se cuelan por las claraboyas de algunas tejas rotas; son los últimos rayos de sol que se cuelan indiscretos y oblicuos como tubos de cristal de laboratorio en los que se ven miles de partículas en suspensión.
Ahí está el viejo horno de hacer el pan sobre rodrigones de madera, con su enorme boca abierta y negra, a su lado la tapa y la pala con el largo mango de madera para meter las hogazas de pan, el gancho de hierro para meter la hornija y extender el borrajo dentro del horno, la artesa donde mi madre cernía la harina, una corcha cilíndrica de un metro de altura para almacenar centeno. Cuando mi madre hacía el poco pan que podía en su gran necesidad me regalaba una aguador, una tira alargada de masa en forma de ocho. ¡Aquella aguador dorada y crujiente de mi madre no volverá!
En un rincón del cernidero está el "ceazo" de cernir, bieldos, una criba y un escobajo, un escriño medio destartalado con los mimbres deshilachados y lleno de cachivaches. Algo me impele a vaciarlo, no sin cierto recelo porque el polvo estaba enmohecido y pegado al trenzado y a los enseres. Al debrocarlo me sobresalté. Mil remolinos se agitaron en mi mente y mis sentimientos revolotearon como pájaros espantados y piando en desbandada. Allí estaban mi enciclopedia de Grado Medio con las pastas abarquilladas y varias hojas comidas, mi catecismo del Padre Astete húmedo y mohoso, mi pizarra de la escuela con los cuatro palos del ensamblaje destartalados, una cuerda descompuesta que ataba un pizarrín estilado y un trapo sucio carcomido por la polilla. Con este trapo borraba la pizarra previo salivazo sobre ella.
Allí estaban las castañuelas de madera de alguergue que me enseñó a hacer el abuelo Tirarira, una pirindola que yo había hecho de madera de olivo con las letras T (todo), Q (quita), D (deja) y P (pon), una pelota ya carcomida hecha de lana que habría sisado a mi madre de un ovillo o calcetín viejo, una lata de sardinas atravesada con un palo de madera y dos ruedas de corcho en los extremos y que era el carro en mis juegos, una flauta hecha de cañilero (sauco), llena de corcoma. Entonces tenía ilusión de ser tamborilero como el tío Zambo El tamborilero.
Y entre todos estos juguetes había un ratoncillo muerto, disecado como una corteza y con el rabo tieso. Tenía los ojos abiertos y saltones pero sin brillo. Me daba temblor tocarlo no se me quebrase como una oblea. Pero, ¿cómo había venido este intruso a morir aquí, entre mis juguetes?
De pronto los juguetes comenzaron a tener vida y hablarme. Mi mente fabricaba recuerdos que se agitaban, se retorcían alborotados en espirales de incienso. Renacían los recuerdos... Mi garganta se obstruía. Mi corazón trabajaba en emergencias. Era todo un torbellino de emociones en polvareda. Unas escenas sucedían a otras, se agolpaban, se superponían, sin lógica, sin orden. Los recuerdos me gesticulaban en lenguaje de sordos, todos querían hablarme, se empujaban, brincaban unos encima de otros, me abroncaban, parecían un avispero en efervescencia dentro de mi cabeza. Y en este borboteo, jugaban, gritaban, zumbaban, corrían. No había ni un juguete regalo de Reyes Magos, entonces eran muy pobres. Todos eran hijos míos, los había hecho yo, yo les había dado vida, y reclamaban su parte de herencia de mis recuerdos, excepto el pobre ratoncillo, un cadáver en medio de aquella algarabía de vida. Él no tenía derecho a un recuerdo mío, y no me lo exigía.
¡Cuánta vida estaba dormida en el escriño desvencijado! ¿Es un regalo de mi madre? Seguro que ella, en mi ausencia, lo había mirado muchas veces en sus horas de soledad y de recuerdos. ¡Pobrecilla! Ella, la tía Antonia la Viuda, una mujer fuerte para alimentar a sus hijos en años de cruda realidad, ella había recogido aquí mis juguetes para sorprenderme un día. ¡Gracias, madre, has vuelto a darme la vida con esta bella Navidad!
Recopilé todos mis juguetes, incluido el intruso ratoncillo muerto, éste como contraste de lo que ya no resucita y lo que puede revivir recuerdos cazados al vuelo para exponerlos en el tenderete de mi vida. Ahora me recreo a mí mismo y navego sin rumbo sobre el escriño en un mar de recuerdos.
Para la gente que pasa al lado de este escriño destartalado no ve más que trastos viejos, muertos, como para mí la momia de este ratoncillo. Ahora lanzo mi escriño al borrajo incandescente de mi imaginación para incendiar e incensar mis recuerdos.
Pobre del alma que ha echado todos sus recuerdos al ventisquero de los tiempos, al pudridero del olvido y camina sin ilusión acercándose al precipicio del vacío. El presente es inestable, el futuro incierto, y si el pasado está vacío? ¿qué grano muelen sus molinos en los ratos de soledad?
El niño de estos juguetes se había perdido en la selva de las tareas pero se ha reencontrado discutiendo con sus propios recuerdos en la ermita de este cernidero olvidado. La infancia se agosta por los deslumbres de la juventud, por el ahogo de las dificultades, pero al final se reencuentra en la vejez. Somos niños perdidos porque el hombre, en su absoluta fragilidad, es niño eternamente. Y triste del que no cierne sus recuerdos y no se reencuentra. Si borras de tu vida talismanes como: jugar, cantar, amigo, amar, fe, ilusión, golondrina, confiar, soñar, flor, árbol, montaña?, serás el árbol más agónico y solitario de la colina.
Si un día un samaritano pasa al lado de este escriño desvencijado y en sus ojos siente unas arenillas que le rozan sus pupilas, le humedecen sus ojos, le borbotea su corazón?, entonces yo vuelvo a sentir el rescoldo del poyo de mi puerta, a ver cernir a mi madre, a oler pan caliente y ese día volveré a jugar en mi Juego Pelota, iré a la escuela con D. Aniano, a la catequesis con D. Juan, volveré a ir a nidos, a hacer castañuelas y pirindolas, a oír el sonido del aire. Ese día, si abren mi tumba, yo estaré vivo y el samaritano amigo me gritará: ¡levántate?!. Y yo seré...
EL NIÑO PERDIDO Y HALLADO ENTRE SUS JUGUETES
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